por Soul Artist » Jue Mar 31, 2011 10:00 pm
Capítulo Primero
Cuarta Parte
—Doctor, hoy la he vuelto a ver.
El especialista suspiró levemente.
—¿No cree que debería haber comenzado la sesión hablando de ello? —preguntó el psicólogo.
Jean Bauchau no podía considerarse como un hombre de carencias. Siempre había tenido éxito en sus estudios e investigaciones, como dejaba claro su despacho, que ahora servía de clínica para algún pobre como aquel que tenía delante. Recorriendo las paredes podían observarse decenas de diplomas honoríficos enmarcados y recortes de periódicos que trataban acerca de él en variados idiomas. Los había colocado de manera cronológica, partiendo desde la puerta a la izquierda del escritorio hasta la estantería que tenía delante. Narraban su vida, sus éxitos en el campo de la psicología, la filosofía y la arqueología incluso. En su estantería se podían apreciar cientos de libros acerca de estos campos, pero hacía relucir especialmente, sobre todos los demás, sus libros escritos y algunas biografías no autorizadas.
Sobre su escritorio de ébano el hombre tenía todo lo que debía tener. Una pluma, un recipiente con tinta negra y unas hojas en blanco sobre las que escribir; una lámpara pequeña, roja y elegante, regalo que le hicieron en China; y una foto enmarcada de un niño pequeño, su hijo, que desde hacía doce años no veía.
—Pero doctor, tenía miedo de cómo reaccionaría al saberlo —se excusó el cliente—. Y ella estaba tan radiante… Bajando las escaleras… Me saludó y se fue a trabajar.
—No me tengas miedo —dijo el psicólogo observando la ventana—. Sólo estoy aquí para ayudarle.
—Tiene razón —rió tontamente—. Sí, hablaré de ello. Verá…
Bauchau no apartó la vista de la ventana, observando atentamente su propio reflejo. Hacía unos años se había considerado alguien bello, interesante, carismático. Sin embargo, ahora se veía atrapado, y su propia imagen lo decía. Se le estaba cayendo el pelo poco a poco, a la vez que se lo había dejado canoso y sin vida; las arrugas le comenzaban a invadir, sin apenas oponer resistencia; sus gafas pequeñas y redondas ya no le daban un aspecto intelectual, sino anciano; y su bigote, antes radiante y firme, ahora era aburrido y caído.
No podía evitar sentirse atrapado. Durante tantos años había estado tan enfrascado en sus campos del saber que ya no podía salir de ellos. Sentía cómo había cavado un agujero demasiado profundo como para salir de él. Años de investigación se habían visto reducidos a convertir su humilde chalé, a las afueras de una ciudad española, en una clínica para ayudar a gente que realmente no necesitaba ninguna ayuda, como el pobre infeliz al que ignoraba en aquel momento. Y los que sí necesitaban ayuda no iban a su consulta. Tal vez estaba siendo vanidoso, poco interesado en sus clientes, ¿pero qué culpa tenía él? Sólo quería un sujeto interesante. Alguien que no le hablara de lo poco que le quería su padre o de la mujer imposible que uno jamás alcanzaría.
Quería escapar. Necesitaba cualquier cosa para hacerlo. Una señal.
Alguien llamó a la puerta con un par de golpes suaves. Bauchau no contestó, simplemente la puerta se abrió y su secretaria se asomó.
—Señor, De la Rosa ya ha llegado con los dos invitados.
—Gracias, Sandra —contestó con una sonrisa el psicólogo—. Bueno, joven, va siendo hora de despedirnos.
—¡Pero si no he terminado de explicarle cómo me siento! —se sorprendió el cliente. El doctor sólo se molestó en señalar su costoso reloj de muñequera mientras se levantaba de su asiento de cuero.
—Su cita terminó hace dos minutos.
—¡Pero…!
—Nos veremos el próximo jueves. Para cualquier cosa hable con mi secretaria.
Bauchau salió apresurado de su despacho, intentando evitar al paciente. No sólo estaba deseoso de librarse de él, sino que ardía en deseos de volver a ver a su viejo colega Eoleum y conocer por fin a la célebre hija de Edward Aran.
Bajó las escaleras de su casa, apresurado, y dirigió su vista hacia el hall. Allí se encontraban los tres personajes, mucho más interesantes como sujetos en cuanto a su psicología que cualquiera de los clientes que tenía. El joven, inexperto y ladronzuelo de poca monta Guillermo de la Rosa, que observaba con poco interés una de las dos plantas que adornaban la entrada previa al pasillo por el que bajaba; el adulto, frío e inexpresivo Kwan Eoleum, coreano, que ocultaba sus sentimientos bajo una fuerte capa de insensibilidad y alejado de los temas más humanos; y por último ella, Soiartze. No tenía palabras para describirla.
—¡Bienvenidos! —les saludó él, mostrando una amplia sonrisa—. ¡Kwan, amigo, cuánto tiempo! ¿Cómo ha ido el viaje? ¿Muy pesado?
—Los he tenido más largos.
—¡Y tú debes ser Soiartze! —Bauchau fijó su vista en la mujer—. Eres igualita a tu padre. Siento no haber podido acudir en su día a su entierro.
La mujer se quedó de brazos cruzados observándole y, seguramente, analizándole. En aquel momento vestía su bata blanca de psicoanalista, pero aparte de aquello, estaba más que presentable. Se había aseado bien para la ocasión e incluso había rescatado su peine del fondo de un baúl, lleno de polvo, para encontrarse en condiciones para la ocasión.
—Encantada.
—Pasad, por favor, pasad a la habitación del fondo a la derecha —pidió, indicándoles con la mano la puerta a la que debían dirigirse—. Tenemos mucho de lo que hablar. ¿Queréis café? ¿Té?
—Un vaso de agua será suficiente —pidió Eoleum—. Con hielo.
—Yo tomaré un café solo —decidió Soiartze.
—Viejo, quiero una Coca-Cola —solicitó por su parte Guillermo.
Una vez dentro de la habitación, entrando Bauchau por delante de sus compañeros, se movió entre la oscuridad hasta una pequeña nevera situada en el fondo. Se trataba de una clase de proyección donde de vez en cuando había dado alguna conferencia, aunque en el último año no le había dado ningún uso. Había limpiado el polvo y aproximadamente diez sillas de plástico se encontraban bajo un proyector de baja calidad en el techo, que apuntaba directamente a una pantalla desplegable. Las ventanas tenían las persianas bajadas, lo cual no dotaba de la estancia de demasiada luminosidad.
El psicólogo se acercó con dos vasos y se los entregó a Eoleum y De la Rosa.
—¿Seguro que lo quieres con hielo, Kwan? Estamos en diciembre.
—Aquí dentro hace calor.
—Y para usted, señorita… —Bauchau acercó a Soiartze un vaso de plástico con agua y una cucharilla, junto a un sobre de café instantáneo y otro de azúcar—. Espero que me disculpes, no tengo cafetera.
—Tranquilo.
—Bien, sentaos, sentaos, por favor —pidió contento el psicoanalista, dirigiéndose al ordenador que tenía delante de las sillas y toqueteando un poco—. ¿Os ha informado Guillermo de por qué estáis aquí?
—No, hemos ido hablando del buen tiempo por el camino —contestó Soiartze con algo de sarcasmo—. Y crímenes imperfectos.
Bauchau se rió falsamente, intentando acomodarse a la situación y ganarse el apoyo de la mujer. Ésta sólo le respondió bebiendo un sorbo a su café. Tuvo que aclararse la voz para continuar.
—Bueno, entonces sabréis que los aquí presentes somos todos Eternos. Hace unos años…
—¿Cuál es su poder? —le interrumpió Soiartze. Bauchau le sonrió.
—El fuego. Soy el Eterno Ígneo.
Ella no dijo nada más. Bauchau lo interpretó como vía libre para seguir hablando.
—Bien, como decía, hace unos años algunos Eternos nos dedicamos a investigar el origen de nuestros poderes —explicó—. Esto lo comenzamos Edward Aran y yo, como sabrás, Soiartze —la mujer guardó silencio, mientras seguía con los brazos cruzados—. No tardamos en localizar a más como nosotros. El Eterno Gélido, Terráqueo, Ilusionista, Aéreo… Todos repartidos por distintas localizaciones del mundo. Pero acabó mal: yo fui declarado persona non-grata en algunos países y Edward… Bueno…
—Murió asesinado —terminó Soiartze—. Ve al grano.
Bauchau suspiró. La mujer se estaba imponiendo a la conversación, y estaba lejos de ser agradable.
—Bien, las comunicaciones entre los Eternos se rompieron tras aquel suceso —continuó él—. Yo dejé de investigar nuestros orígenes. Pero sin embargo, ahora, creo necesario volver a reunirnos.
—¿Por qué? —preguntó Eoleum. El psicólogo suspiró y encendió el proyector con un mando a distancia.
—Por… Él.
Como esperaba, la reacción de Soiartze fue notable. La imagen que apareció en la pantalla le hizo casi dar un salto y dejó de mantenerse en brazos cruzados para abrir los ojos como platos.
—Os presento a Diablo —Bauchau señaló la pantalla proyectada, donde un hombre con pelo largo y desaliñado apareció—. Asesino en serie. Archienemigo de la superheroína Eterna Oscura.
—Dame una razón para que no me haya ido ya —exigió Soiartze, mostrando algo de enfado en sus palabras—. Está ya muerto. Hace unas semanas fue su ejecución.
—Te daré ese motivo, Soiartze. El día de su ejecución la prisión de la ciudad St. Patrick se derrumbó. Encontraron muchos cadáveres, pero el suyo, desgraciadamente…
—¡Me estás tomando el pelo! —gritó enfurecida, levantándose de golpe de la silla.
—Aran, cálmate —pidió Eoleum colocándole la mano en el hombro de la mujer.
—¡No quiero calmarme! —se agitó y le apartó bruscamente—. ¡No entiendes lo que esto significa!
—Es peor de lo que piensas, Soiartze —señaló Bauchau—. He visto el vídeo de un aficionado que pensaba grabar la ejecución. Y parece que Diablo utilizó un poder eterno para liberarse de la silla eléctrica…
—No —susurró ella con los ojos en blanco. Parecía ser que su simple recuerdo ya le provocaba un atroz miedo—. No puede ser.
Bauchau dirigió su vista a De la Rosa, que parecía levemente preocupado en el estado de la mujer.
—Guillermo, necesito que me hagas un favor. Tienes que viajar a Portugal a comprobar si un viejo amigo, el Eterno Terráqueo, se encuentra bien. Espero que te acompañe Kwan, cuando le conozcas verás que no es muy amigable.
—Allí iré —sentenció Eoleum.
—Yo intentaré contactar por mi parte con el Eterno Eléctrico. Los poderes de Diablo corresponden seguramente a uno de los dos. Si descubrimos que uno de ellos ha fallecido, sabremos quién le ha legado su poder. Tú, Soiartze…
Pero antes de que dijera nada, Bauchau dirigió su vista hacia la silla donde se sentaba la mujer. Estaba vacía, y la puerta de la habitación abierta, sin que se hubiese podido dar cuenta.
—Vaya —se sorprendió Guillermo—. Como una maldita ninja.
Bauchau colocó su dedo índice bajo el labio inferior, pensativo. Ya no podía contar con la ayuda de la mujer, al parecer.
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