por Arte » Dom Dic 21, 2008 5:39 pm
Bueno, pues subo un mini-fic que ya había subido anteriormente pero como ahora tengo el taller y eso... xD
Es una historia que empieza y acaba =), espero que os guste ^^
[FONT=Century Gothic]La rosa[/FONT]
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Los brazos vaporosos del sol se deslizaban majestuosos a través de la cúpula celeste, penetrando entre los jirones de las onduladas y blanquecinas almohadas que dormitaban en el cielo.
Lucía, tendida sobre la colcha bordada de su lecho, lanzaba miradas a través del grueso e impoluto vidrio de su ventana, empotrado en la pared vestida con estampados de flores cian.
Unos pasos rápidos se entonaron con una sinfonía de crujidos en la madera roída de las anchas escaleras que conducían al segundo piso y, después, unos golpecitos sordos se estrellaron contra la puerta.
–Princesita, Hernán te espera abajo. Ha venido a verte.
–Sí, mamá, ahora voy –susurró con voz dulce, incorporándose de la cama, alisando después las pequeñas arrugas de su vestido blanco de volantes.
Cuando la pequeña llegó hasta el umbral, ni Hernán ni su madre se encontraban allí pero, por el contrario, sus voces se distinguían entre algún lugar de la cocina.
–Hernán, ¿siempre tienes que estar comiendo? –reprendió la chiquilla mientras observaba cómo su amigo engullía una tras otra las galletas que su madre había hecho aquella tarde, y cómo ésta se las ofrecía gustosamente.
–Es que tu madre cocina tan bien… –se excusó, abandonando mientras tanto la sillita de mimbre frente a la encimera, tomando además la última galleta –. Muchas gracias, señora –la mujer sonrió sin responder.
–No lleguéis tarde. Lucía, te quiero aquí para la cena, ¿de acuerdo?
–Sí, mamá –respondió con un gruñido, girando al tiempo el pomo de la portezuela.
Hernán, rápido como un pajarillo, tomó de tras las macetas situadas en el porche una lámpara de aceite, que él mismo se había preocupado en esconder, una vez la puerta estuvo cerrada.
– ¿Qué es eso?
–Una lámpara, ¿no lo ves, tontorrona? –la mirada de la niña escudriñaba a su compañero en busca de una explicación más extensa, equivalente a una pregunta muda que él no tardó en responder –. Tranquila, ahora te lo explicaré todo –anunció justo antes de tomar del brazo a su compañera y correr sobre el verde y vivo césped que arropaba como una manta vegetal toda la extensión de la llanura, irguiéndose por la falda de
la colina y coronándola finalmente en su cumbre.
– ¿Por qué corres tanto? Me estoy cansando –exclamó a intervalos, tomando aire en sus pausas para que el oxígeno llegara a su cerebro. Casi en aquel mismo instante, el muchacho detuvo sus pasos con un frenar seco e impredecible, cuando ni un solo vestigio de humanidad se percibía en derredor.
Después, se desplomó sobre el terreno mullido e hizo seguir su camino a Lucía de un tirón por su extremidad.
–Te lo cuento. Pero es un secreto, no puede enterarse nadie –informó con un velo de misterio, susurrando sus palabras a pesar de que ambos se encontraban en una soledad absoluta.
– ¿Qué es? –farfulló intrigada, con un ávido apetito por conocer una respuesta que inyectara ese tipo de emoción que te sobrecoge y embauca, que te estremece y cautiva; aquel tipo de emoción de la cual sola han tenido constancia los personajes de libros y cuentos.
–Me he enterado esta mañana. Es por algo que hay tras las colinas del pueblo.
– ¿De qué se trata? –volvió a interrogar, esperando obtener en aquella ocasión una respuesta clara y concisa.
El chico balanceó su cuerpo hasta las cercanías de su amiga, apartándole un mechón de pelo tras el oído, preparando la situación para murmurar las palabras adecuadas que harían de todo algo mucho más enigmático y sorprendente.
–Lo llaman la leyenda de la La Rosa –la muchacha rió con una carcajada jocosa y consonante.
– ¿Qué clase de mito estúpido es ese? ¿Ya ha vuelto a tomarte el pelo el idiota de tu hermano?
–Mi hermano no es ningún idiota. Él lo sabe todo y es el mejor en todo. Además, dice que tú eres una niña descarada e indomable –añadió para embestir con un mayor contraataque.
– ¿Qué? Pero si ni siquiera sabes qué significa eso –dijo con aires de
grandeza.
–Puede… Pero si mi hermano lo dice, tiene que ser verdad. Mi hermano lo sabe todo y es el mejor en todo. Y la leyenda es cierta.
La chica resopló, resignada.
–Dime sobre qué trata –Hernán la miró de soslayo, con los brazos fuertemente cruzados sobre su pecho, intentando mostrar una apariencia dura.
– ¿De veras quieres oírla?
–Sí –contestó con tono dejado.
–Está bien –aceptó al tiempo que una deslumbrante y gran sonrisa inundaba su rostro, depositando una apreciable estela de felicidad en él.
–Todo empezó hace muchos, muchos años, cuando aún existía la magia y las brujas habitaban en el mundo –Lucía quiso reprochar sobre aquella información, pero Hernán alzó su mano, colocando la palma cara a la joven para que ésta se abstuviera de opinar –. Y, en este mismo pueblo vivía una de ellas. Pero, un buen día, las gentes de la localidad la descubrieron, y decidieron tenderle una emboscada para que sus oscuras y diabólicas hechicerías no pudieran recaer sobre la población.
>>La mujer, presa del pánico, comprobando que ni sus más lóbregos embrujos lograrían acabar con todas aquellas personas, huyó. Corrió con la máxima velocidad que su cuerpo le permitió hasta llegar a una cueva que había tras las colinas –la muchacha, aunque antes reacia a escuchar cuentos absurdos, ahora se hallaba emergida en el relato –. Una vez allí, cuando llegó hasta un punto donde no pudo avanzar más, la acorralaron. Pese a todo, antes de que cualquiera de ellos pudiera dar fin a su herética vida, la bruja tomó una rosa de entre sus ropajes y, alzándola, enunció estas palabras “Mi cuerpo os llevaréis, pero mi alma no tendréis. Que la fuerza de mi ánima recaiga sobre vosotros”. Y, así, su alma abandonó su cuerpo como el agua desaparece en harapos de vapor, quedando encerrada en la rosa, mientras su cuerpo se desprendió sin más.
>>Desde entonces, se dice que el pueblo está bajo el capricho y potestad del espíritu de esa bruja.
-Eso… es una bobada.
– ¡No! No lo es. Y puedo demostrártelo.
– ¿Cómo? –quiso saber, muy segura de no obtener una respuesta coherente.
–Acompáñame a la cueva. Podemos ir hasta allí y buscarla. ¿Por qué crees que he traído esta lámpara? –la chiquilla lo observó con ojos suspicaces.
– ¿Estás loco? No pienso andar hasta allí. Hace demasiado calor.
–Eres una cobarde. Lo que realmente ocurre es que tienes miedo.
– ¡Eso no es cierto! ¡No tengo miedo! –bufó con el acento resultante de la conjunción de rabia e irritación –. Si lo que quieres es ir hasta allí, iremos –informó a la par que emprendía la marcha en la dirección adecuada, marcando sus pasos con rudeza. El muchacho fue tras ella con una pícara sonrisa dibujada en sus labios.
No fue largo el rato en el que alcanzaron el lugar, pero sí el estimado en encontrar la entrada de aquella apócrifa cueva.
Una vez Lucía pensó que era portadora de la opinión certera, a diferencia de su amigo, éste la llamó desde unos metros más allá, gritando eufórico:
– ¡La he encontrado! Tiene algo de maleza pero, ¡mira! ¡Está aquí! –exclamó extasiado, arrancando con precipitación la verde maraña que taponaba la entrada. Ella se dirigió vertiginosa hasta allí, observando, no sin recelo, que la cueva existía.
Hernán, con el fuego producido por una cerilla, prendió el aceite de la lámpara y, sin temor alguno, se introdujo por el angosto y estrecho pasadizo que les daba la bienvenida a la sima.
Lucía estudió con mirada asustadiza cada recoveco, cada hendidura de la que nacían musgos y tallos que trepaban golosos por las húmedas paredes de piedra y, en unacto involuntario tanteó el brazo de Hernán en busca de su mano, entrelazando sus dedos a los de él.
El niño oprimió con delicadeza la extremidad de la chica, mientras escarbaba intrépido, cada vez más y más, la oscura espesura de la gruta, estirando el brazo para que la luz desprendida por la lámpara se antepusiera a ellos. Sin embargo, no tardaron en vislumbrar un tenue resplandor procedente de la parte más profunda de la cueva.
Hernán, absorto por aquellos haces que se hacían a cada paso más cercanos, entremezclados en una ginebra de degradados naranjas, azules y blancos, se aproximó a sus cercanías hasta poder distinguir una flamante rosa que se erguía imperiosa sobre un gélido pedrusco.
–Lucía, mira. Era cierto… ¿Lo ves? Mi hermano decía la verdad.
–Sí. Y es… tan bonita –musitó al tiempo que alzó la mano que tenía libre para alcanzar con su piel el tacto de la flor.
–Espera. No la toques. Puede ser peligroso… –previó de forma instintiva. La pequeña siguió sus consejos sin contraponer nada.
Pese a todo, ninguno de los dos fue capaz de apartar la vista de la planta, bella y hermosa como ninguna otra. De ésta, fueron emergiendo, como surge la espuma a orillas del mar, albores casi imperceptibles que se elevaban, ascendiendo por las moléculas del aire, hasta alcanzar cualquier orificio que los condujera al interior del organismo de ambos niños.
Al instante, sus cuerpos se desprendieron inertes sobre el suelo, aún calientes, mientras sus espectros volaban inconscientes, llevándose de allí cualquier huella de vida, buscando por doquier un resquicio por el que escalar hasta las nubes.
Y, frente ambos cadáveres, la rosa continuó brillando, tal y como lo había hecho siempre.