[center]
IV[/center]
Pasaron cerca de quince minutos para cuando Death avistó el puerto de la isla del cielo. Se le habían anquilosado los brazos de estar agarrado al saliente del casco y tenía muchas ganas de poder echar a volar, aunque tendría que ignorar todas las miradas de incredulidad que se le clavarían en la nuca durante el recorrido en busca de “El Meteorólogo”.
Poco a poco el barco fue acercándose a uno de los muelles vacíos del puerto desde arriba. Cada muelle consistía en un enorme compendio de tablones de madera que pendían del vacío sobre unas nubes blancas de apariencia consistente y mullida. «Parecidas a las de mi habitación», pensó Death.
El barco dio por finalizado su trayecto cuando se empotró de un golpe seco en el lateral del muelle y algunos marineros acudieron a recoger el ancla y las cuerdas de agarre. Fue en ese momento cuando el ángel salió de su escondrijo y echó a volar a unos cuantos metros por encima de la multitud que, como supuso, se quedó catatónico al contemplar sus magníficas alas batir elegantemente sobre sus cabezas.
Antes de salir del puerto para adentrarse en las calles del pueblo portuario se fijó en un cartel con el nombre de aquella isla. «“Isla Morena”. ¡Ah…! Por eso todos tienen ese tono de piel », cayó Death en la cuenta tras haberse fijado en que todo el mundo poseía una tez dorada bastante característica.
El muchacho alado sabía el camino que debía seguir para llegar a la estación meteorológica sobre la colina pero prefirió dar un rodeo para curiosear por las calles del pueblo, siempre sobrevolando a unos metros por encima de ellas. El hambre casi le tienta al pasar por la calle del mercado, de la que se desprendía un olor a pescado y verduras fritas.
Después de su personal expedición por el pueblo de Isla Morena, se dirigió directo a la colina que se elevaba tras el mismo. Se percató del color cenizo de la hierba que bailoteaba con la brisa que debía azotar eternamente aquel lugar. En la cima se elevaba la construcción cilíndrica rematada en una cúpula, una estructura de ladrillo grueso de un color amarillo desvaído. En ese momento, el telescopio apenas sobresalía de la estación y un grupo de gente ataviada en batas blancas subía en dirección al mismo —hasta que divisaron a Death y se quedaron contemplándolo en el sitio ellos también—.
El muchacho alado los observó por un momento. «Quizá ellos puedan asegurarme que el famoso Meteorólogo esté ya en la estación», pensó.
Descendió hasta ellos y a una distancia prudente aterrizó, posando sobre la hierba blanca con la elegancia típica de un ángel y dejando caer las alas abiertas a ambos lados.
—Buenas, señores —saludó con indiferente educación—. Estoy buscando al hombre conocido como “El Meteorólogo”. ¿Se encuentra en este momento en la estación?
Un par de cabezas del grupo de batas blancas asintió con una mezcla entre incredulidad y confusión, hasta que uno de ellos, una mujer con una larga coleta negra que caía por uno de sus hombros se quitó las gafas de pasta y dio un paso hacia el ángel.
—Sí, su santidad —respondió ésta con voz de asombro—. Es un honor…
—Gracias —zanjó Death sin dejarle terminar la frase—. Que tengan un buen día y… benditos sean.
Aquellas últimas palabras debía decirlas siempre que hablaba con un mortal azúreo. Era una tonta manera de asegurarse su fe y confianza ciega, un tanto fanática.
Volvió a alzar el vuelo y se dirigió como una flecha hasta la estación meteorológica. Dando vueltas alrededor del muro logró encontrar una ventana abierta por la que colarse en el entrepiso. Allí adentro fue a parar a las escaleras que le podrían conducir al último piso donde suponía que encontraría a “El Meteorólogo”.
Y allí estaba, un hombre de avanzada edad pero con muestras de fuerte salud tomando notas y contemplando imágenes pegadas con chinchetas sobre un tablero de corcho en la pared del fondo. A veces suspiraba y se pasaba la mano por la melena, desde la frente y hacia atrás, dejando caer por su nuca el flequillo junto con un largo cabello oscuro colmado de canas grisáceas.
El batir de las alas de Death alertó al científico de su presencia y se giró para toparse frente al muchacho angelical. Le miró de arriba abajo, parando durante unos largos segundos sobre aquellas dos enormes alas y después volvió a girarse sobre su eje de nuevo frente a las imágenes y sus apuntes en un bloc.
—Vaya par de alas más grandes, chico —carraspeó cansado el Meteorólogo—. ¿Eres así de desarrollado o te han mandado “los de arriba”?
—Poseo un aviso del Panteón —anunció Death con voz neutra. A su mente trajo las palabras que le habían encomendado y las transmitió como suyas—. No podemos hacer nada. Sugerimos la evacuación de la isla.
—Ya veo… —contestó el viejo, resignado.
El meteorólogo suspiró y se encaminó hasta la base del enorme telescopio, que se erguía sobre una pequeña plataforma blanca como el suelo y en la que en la parte posterior de la misma presidía una sencilla silla en la que sentarse a observar tras la lente del telescopio. Allí fue a parar el meteorólogo con algo de esfuerzo y dejó caerse con todo su peso sobre ella. A su lado dejó el bloc de notas que aún llevaba en la mano, sobre una pequeña mesita cuadrada, también blanca. De pronto accionó un botón y el telescopio cobró vida, alargándose por el exterior de los muros de la estación meteorológica.
—¿Quieres echar un vistazo? —dijo de pronto el hombre, invitando a Death a acercarse.
El muchacho dudó por un instante, pero la curiosidad le picó más. No sabía muy bien por qué tuvo que comunicar aquellas palabras y no era de los que asumían su papel sin cuestionarse nada, aunque fuera a escondidas. Se encaminó hacia la plataforma con aire tranquilo y subió a ella —en vez de por las escaleras, dando un salto y planeando hasta posarse al lado del viejo—.
—Mira… —le indició el meteorólogo, apartando sus ojos de la lente.
Death miró alternativamente el telescopio y al viejo un par de veces. Después se inclinó hacia adelante y posó su vista sobre el cristal. Tras él contempló una enorme masa mezclada de nubarrones negros y tormentosos de aspecto amenazador. Soltaban cientos de rayos de forma continuada, peleando entre ellas en una batalla meteorológica.
—Esa enorme tormenta se dirige hacia aquí —le explicó el viejo, apesadumbrado —. Nunca antes había visto un fenómeno como ése. Es demasiado enorme y extenso como para tratarse de una tormenta tropical, que a estas alturas ya se habría disuelto en mitad del océano. Pero ésta lleva avanzando días y días con el mismo aspecto del primero en el que lo localizamos. Parece como si no fuera natural.
Death escuchó en silencio, todavía observando a través del cristal. Las nubes se movían muy deprisa entre ellas, por lo que el viento debía ser casi huracanado allí. Llegó incluso a distinguir cortinas de lluvia revoloteando y encadenando líneas de rayos trasladándose de nube a nube.
—¿Cómo vais a evacuar todo un pueblo? —preguntó el joven ángel con simple curiosidad.
En ese momento la puerta que conducía a aquella sala en la que el ángel y el viejo se encontraban se abrió sigilosamente tras tres golpecitos de aviso. Death y el meteorólogo se dieron media vuelta para contemplar desde su posición elevada a los recién llegados. Todos y cada uno de los científicos que vio el muchacho afuera se colocaron en línea y saludaron con un gesto de cabeza al meteorólogo.
—Estamos listos para recibir órdenes —se pronunció nuevamente la mujer de la coleta negra que había hablado en el exterior.
—Bien —comenzó el viejo—. Se requieren varios asuntos a tratar al mismo tiempo: que preparen el mayor número de barcos posibles para la evacuación de todo el pueblo; que avisen en el ayuntamiento al gobernador para extender la alerta; que todos los que puedan preparen sus hogares y huertos contra tormentas sellando ventanas, puertas y todo aquello que pueda salir volando. La tormenta es inevitable y el Panteón… —miró brevemente a Death que seguía a su lado, que no parecía preocuparle aquel asunto de mortales— …no nos va a ayudar.
—¿Pero y ese ángel? —dijo entonces otro de los científicos detrás de unas gruesas gafas de culo de vaso, de cara lánguida y asustadiza—. ¿Para qué ha venido, entonces? ¡Antes nos bendijo! Si ha venido aquí es para ayudarnos, ¿verdad, su santidad?
Death hizo caso omiso y e ignoró la súplica del científico con indiferencia. Miró nuevamente al meteorólogo y después volvió a acercarse a observar tras la lente del telescopio.
—Yo ya hice mi trabajo aquí —dijo simplemente, ignorando al resto de los presentes.
—Ya le habéis oído —sentenció el meteorólogo—. Poneos en marcha, cuanto antes empecemos, más saldremos vivos de aquí.
Todos los científicos asintieron con resignación y se agruparon en corrillos para asignar las tareas a realizar para cada uno de ellos. Pronto salieron en grupos de dos y tres corriendo escaleras abajo.
—¿Y usted qué va a hacer? —preguntó Death al meteorólogo todavía lleno de curiosidad.
—Llegar al fondo del asunto —la voz del viejo sonó más joven y decidida que al principio—. Estoy seguro de que hay algo o alguien detrás de esto.
—¿En serio?
—Sí, y veo que por allí arriba o no estáis al tanto de eso, o simplemente os importa un pepino.
—En realidad es lo segundo —confesó sin remordimiento ni vergüenza el ángel—. Aunque yo no sé nada al respecto, solo soy un mandado. ¿Y cómo lo va a hacer? Señor…
—Puedes llamarme Ichi, joven ángel —sonrió el viejo con ternura—. ¿Y qué vas a hacer tú, ángel del Panteón?
Por la mente de Death se sucedieron varias ideas al mismo tiempo. Era la segunda vez que bajaba al mundo de los mortales y por fin tomaba su primera clase práctica de cómo es la vida de los seres de Tierra Azul. Tenía ganas de saber cuánto tiempo había transcurrido desde la otra vez que bajó y sentía curiosidad por comprender las preocupaciones y actuaciones de los humanos y las otras razas azúreas. El hecho de tener que volver sin más al Panteón le resultaba aburrido e injusto.
Por otro lado le vino Zabimaru una vez más a la cabeza. Ella había tenido este puesto de Ángel Mensajero antes que él y lo había abandonado, junto con su vida en el Panteón. ¿Habría sentido esa misma rabia que ahora sentía él, por tener que volver a casa a hacer lo de siempre, estudiar, dormir y cumplir órdenes, eternamente?
Aunque podría caber esa posibilidad, no le encajaba el hecho de que además de quedarse en Azul, se cortara las alas. Eso significaba que jamás podría regresar a casa. Ahora era un fantasma, aunque si la encontrasen sería duramente castigada.
Pero Death no quería cortarse las alas, solo quería quedarse allí un poco más.
—Voy a ayudarle, Ichi, El Meteorólogo.
[center]***[/center]
Vais a tener que disculparme. No he podido hacer una buena revisión de este capítulo. He procurado hacerlo lo más largo posible como compensación por la tardanza debido a la época de exámenes, que ya está llegando a su fin.
Muchas gracias por todas las lecturas y comentarios