Me cuesta despertar. Es la primera vez que logro dormir más de cuatro horas seguidas. Sin embargo, sigo sin poder soñar, o al menos no me acuerdo de haberlo hecho. Dicen que, aunque no lo recordemos, todos los humanos soñamos siempre con algo. Pero, quién sabe, ni si quiera sé si soy humano.
Me estiro, produciendo que todos y cada uno mis huesos crujan con un sonoro “crac”, y me levanto torpemente, apoyándome en la pared de la derecha.
Me gusta el lugar en el que he dormido. Amplio, vacío, sin ruido. Un piso, prácticamente en ruinas, solo iluminado por las pálidas luces de las farolas, que a su vez iluminan todo Hoverkroom.
“Hoverkroom”… es curioso el nombre de mi ciudad. Aunque supongo que no puedo ser objetivo porque todo me parece curioso últimamente, incluso mi nombre: “Kyros Blanck” (o eso es lo que ponía en la ficha agarrada al dedo gordo de mi pie). Supongo que será por el hecho de no tener memoria. Sin embargo, me acuerdo de todo lo que hice y hago, después de aquel… “despertar”.
Observo como sale el sol por entre los edificios de la capital. Su luz anaranjada comienza a iluminar el horizonte. Es un paisaje espectacular, pues casi todos los bloques de viviendas y oficinas están construidos con cristal reflectante, produciendo que toda la ciudad adquiera un tono anaranjado, reflejando el sol, y haciendo imposible ubicarlo. Es como si toda la urbe estuviera ardiendo. Resulta impactante.
Me deslizo suavemente por el balcón, y subo a la azotea por una tubería. Corro lo más rápido que puedo para coger carrerilla, y salto hacia el tejado que tengo en frente. Son solo dos metros los que nos separan, así que no me cuesta mucho esfuerzo llegar. Solo espero no haber caído lo suficientemente fuerte como para que me oyeran los inquilinos del piso de abajo. Deben de ser las nueve, supongo que se habrán ido todos a trabajar, así que dudo que se hayan enterado de algo. De todas formas, he de andar con cuidado, así que voy lentamente por el tejado hasta la escalera de incendios. Impresiona el color que tiene: Es de un blanco tan pálido que estoy seguro de que deslumbra hasta de noche. Resulta un poco estúpido, ya que, si hay un incendio, la escalera solo desorientaría más, y acabarían todos corriendo como hormigas quemadas por una lupa sin saber a dónde ir.
Bajo por los peldaños hasta llegar al piso en el que me podrían haber oído. Me acerco a la ventana para escuchar, pero no oigo ruido alguno.
Creo que entrar sería arriesgado, pero… Bah, ¿qué más da? ¿Desde cuándo me paro porque algo me parezca arriesgado? Además, cuanto más riesgo, más emoción.
Está decidido, voy a entrar.
Me coloco delante de la ventana y miro por ella. Definitivamente parece que no hay nadie, lo malo es que está cerrada. Bueno, tampoco importa mucho.
Levanto la pierna, y le doy una patada, provocando que se raje de lado a lado. Lo hago una segunda vez, produciendo un pequeño estallido de cristales que se desperdigan por todos lados.
Nada más entrar, oigo el fuerte pitido de una alarma, debe de ser por la ventana. Pero me da igual, tengo que asearme y desayunar. Nada me va a impedir hacerlo, y menos una alarma de pacotilla.
Cuando vuelvo del baño veo a cuatro policías entrar por la ventana. Tienen unos trajes especiales que les cubren todo el cuerpo, y unas protecciones extra en las partes más vulnerables. Además, por si eso no fuera suficiente, tienen cada uno dos pistolas, una porra, y un cuchillo. Demasiado equipados para un simple robo…
Es todo lo que he podido examinar con un simple vistazo. Eso, y que creo que no me han visto.
Me escondo detrás de la pared, y observo como van hacia la cocina. Es una lástima, hace días que no desayuno en condiciones, y hoy parecía un buen momento para hacerlo. Pero, obviamente, no puedo tomarme mi tentempié si se dirigen hacia allí. Por lo que necesito distraerles.
Observo el salón, que está delante de mí, en el centro de la casa, a solo unos cuantos metros de la cocina. Me doy cuenta de que delante de la tele, encima de una mesa de madera, hay una bolsa de patatas fritas. Es un poco cutre, pero me puede servir para desayunar y así me evito todo el conflicto con los policías. Que, por cierto, han venido demasiado rápido. Por lo que se deben imaginar a que venían: a capturarme. Me da la impresión de que debo de ser uno de los más buscados. Qué gracia, hay asesinos y violadores sueltos por ahí, y la policía se dedica a buscarme a mí. A la justicia. Se nota lo bien construido que está este sistema.
Salgo de mi ensimismamiento y me dirijo, a gatas y sin hacer ruido, hacia la bolsa de patatas. He llegado hasta allí sin que me vean. Estoy empezando a pensar que no quieren darse cuenta de que estoy en frente de sus narices. Puede que les de miedo. Algo absurdo dada mi situación, sobre todo con este hambre tan atroz.
Veo que a mi derecha hay un gran ventanal. Lo abro y miro para asegurarme un buen salto, con su respectiva buena caída. Efectivamente, en la casa de enfrente, un piso más abajo, hay un pequeño balcón que da a la calle. No debería tener ningún problema si voy hacia él. Pero no me apetece, no aún. Ha sido todo demasiado fácil. Demasiado soso.
Me guardo la esmirriada bolsa en el bolsillo izquierdo de la chaqueta, y me tapo la cara con la capucha. Voy lentamente hacia la cocina, y me quedo a unos pocos centímetros de ella.
–¿Eh… hola? –Digo alzando la voz para que se me oiga más que a la alarma. Acto seguido los policías se giran, alzando las pistolas, y sosteniéndolas lo mejor que pueden. No cabe duda, me tienen miedo. Sobre todo el más bajito, que se ha escondido detrás de los otros, y le tiemblan considerablemente las piernas –Sí, mira, soy el pizzero. ¿No habréis pedido vosotros una de anchoas y pepinillos, con doble ración de acojonamiento y estupidez, verdad?
Los cuatro hombres se miran con nerviosos tics, parecen incrédulos. Al de detrás le tiemblan más las piernas. Están empezando a parecer de gelatina. Me resulta cómico que tenga tanto miedo por mí.
–Oye, ¿le pasa algo a tu amigo? –Le pregunto al agente que está delante –Agárrale o algo, que se va a caer.
Se vuelven a mirar, esta vez con mucho más nerviosismo. El pequeño se desmayará de un momento a otro, parece inevitable.
–A ver, tranquilo. Inspira, espira, inspira, espira –Explico, mientras muevo lentamente las manos, soltando una pequeña risita.
–¡Basta ya! ¡Cállate de una vez! –Me grita el muchacho de piernas-gelatina. Por su voz, diría que no tiene más de veinte años– ¿Crees que me das miedo? –Intenta ser convincente, pero, incluso por el tono, se nota que sí, le doy miedo.
–Oh la gallina se ha puesto a cacarear…
Antes si quiera de poder terminar la frase, el chico dispara. Está tan nervioso que se le ha desviado, y, en vez de darme a mí, ha acabado dando al techo.
–Eh, cuidado con lo que haces, chaval.
–¡¡Qué te calles!! –Me grita, antes de comenzar a perseguirme.
–¿Así que te apetece cazarme? Que curioso, una gallina cazando –Empieza a ponerse furioso, empujando y rompiendo todo lo que tiene por delante para abrirse paso más fácilmente. Mientras tanto, voy yendo, lentamente y sin que se note, hacia el ventanal–. Está bien, está bien. Que no te voy a quitar esa satisfacción. Venga, te daré tres segundos de ventaja:
>>Tres –Digo mientras se acerca rápidamente–. Dos –Ya casi ha llegado hasta mí–. Uno –Solo falta un metro para que me coja, quizá menos–. ¡YA!
Corro la poca distancia que tengo hasta la ventana, y, justo cuando estoy en el borde, salto lo máximo que puedo.
Como por arte de magia, el sonido tan desagradable de la alarma desaparece, dando paso al ruido de los cláxones, los motores, las conversaciones de la gente, el bullicio de sus pasos, disparos… Sí, disparos. Oigo como, detrás de mí, desde el cristal abierto del piso en el que estaba, los policías me disparan, o al menos lo intentan, pues ninguno me ha dado aún. Debe ser por los nervios y el acojone que tienen.
La caída parece eterna. Es como si la hubieran puesto a cámara lenta. Veo, a muchos metros por debajo, una maraña de pequeños insectos moviéndose muy rápido, con prisa. Algunos irán a sus respectivos trabajos, otros a sus casas, a jugar, al colegio, a ganarse la vida, y, sin duda, algunos de ellos cometerán delitos de los que acabarán arrepintiéndose.
Observo como algunas de las balas dan al balcón poco antes de que caiga en él, tambaleándome por la longitud y altura del salto.
Donde se supone que tenía que estar la ventana que daba al interior de la casa, hay un gran agujero, rodeado por cristales en punta. Lo señalo y me dirijo a los policías:
–¡Gracias! –Les grito antes de meterme para evitar más disparos.
Me encuentro en una habitación bastante grande. Tiene una cama de matrimonio que ocupa casi todo el espacio, con un crucifijo clavado en la pared del cabecero.
Salgo de ella, llegando a un largo pasillo con algunos retratos de gente mayor y robusta (casi siempre hombres), pegados en las paredes. Comienzo a oír la voz de una mujer, que aumenta de volumen según avanzo por el corredor. Cuando llego al final, veo un pequeño salón con un sofá en el medio, mirando a una televisión de tubo de las más antiguas. Me doy cuenta de que la voz de la mujer proviene de ahí. Es la presentadora que está dando las noticias matinales. El volumen está tan alto que hace daño a los oídos. Me dispongo a bajarlo, poco antes de fijarme que en el asiento hay una mujer, bastante anciana, que se debe haber quedado dormida viendo el viejo cacharro que tiene delante. Debe de estar muy sorda para no haberse enterado de nada. Ni de los disparos, ni de su roto cristal, ni de mi “visita”. O eso, o está más cerca del otro barrio que de éste.
Me acerco a ella y le pongo mis dedos en el cuello para asegurarme de que tiene pulso. Sí, lo tiene, así que no está muerta, solo extremadamente sorda. Podría montar una fiesta y no se daría ni la más remota cuenta. Lástima que me esté buscando la policía, y que, por ello, ya no pueda hacer ese tipo de cosas.
Me dirijo hacia la cocina después de apartarme con cuidado de la anciana, pero me paro en seco antes de llegar. La periodista ha dicho algo que me ha llamado la atención:
>>El Asesino de la Marca ha vuelto a actuar. Esta vez en un tren de las afueras.
La víctima se dirigía hacia Heavensdoom cuando su vagón fue asaltado por el atacante.
No hay signos de agresión, ni violación. Sin embargo, y como de costumbre, el cadáver tiene unos cortes con forma de “T” ubicados en el centro de la frente.
No se han encontrado testigos, ya que el vagón en el que viajaba estaba presuntamente vacío, ni ningún tipo de prueba que ayude a la identificación del asesino.
Y ahora los deportes con Kann Portier…<<
Cómo me jode que les llamen a ellos “víctimas” y a mí el “Asesino de la Marca”. Tengo que inventarme un nombre, un pseudónimo. Algo que vaya con “Tártaro”, pues marco a mis ajusticiados con la “T”, porque, sí existe algún lugar tremendamente horroroso al que deben ir todas las malas personas, sin duda, ese es el Tártaro. Yo solo les señalo (después, o mientras los mato, claro), esperando que algo o alguien se encargue de llevarlos hasta allí desde la otra vida (si es que existe la otra vida).
A ver, tiene que ser algo que infrinja miedo, algo que haga saber a la gente a qué me dedico. Cómo por ejemplo… “El Asesino del Tártaro”. No; “El Justiciero del Tártaro”. No, demasiado utilizado, además parece de dibujos animados; “La Tártara Justicia”. No. Parecería que mato a base de pasteles.
Podría ser algo que me definiera. Algo relacionado con mi muerte, o… con mi “no muerte”.
Tanto pensar en un pseudónimo me ha hecho pasar algo por alto: Ya no oigo la tele.
Me giro para examinarla, pero mi vista intercepta otra cosa: a la anciana señora. Ya no está dormida en el sofá. No. Ahora está de pie, mirándome con los ojos muy abiertos. Parece que es emoción lo que se atisba en ellos. Pobre, debe de estar muy sola. Supongo que esa emoción será por el cambio tan radical que acaba de sufrir su aburrida vida: Yo. Después de esto, la policía la interrogará. Seguramente hasta se haga famosa y salga en algún programa de televisión. Ya me imagino el titular: >>Anciana huye sana y salva del Asesino de la Marca<< Será la envidia de sus amigas.
–¿Co-cómo te llamas? –Me pregunta con la débil vocecilla que caracteriza a las mujeres de su edad.
–Mi nombre es… –Qué curioso, hace nada estaba pensando en un nombre y ahora la señora me pregunta por él. Perfecto. Creo que tengo el pseudónimo ideal– El Fantasma del Tártaro.