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Como cada mañana, los aprendices aprovechaban su tiempo libre para realizar las tareas que más les apeteciese: entrenar con la Llave Espada, hacer Misiones del Tablón, practicar el manejo de los Gliders o, simplemente, hacer el vago, como era más habitual. Al menos, en lo que a Hana respecta, pues la joven creía firmemente que la fuerza se obtenía a través de la experiencia, de aventuras inimaginables, y no de libros o de blancos inmóviles con los que batirse tontamente.
Llevaba varios días en Tierra de Partida, descansando y holgazaneando, aunque sí en ciertas ocasiones se había visto obligada a entrenar cuando Rebecca la requería. Los piratas sólo la habían dejado utilizar dagas pequeñas hasta entonces, por lo que tuvo que acostumbrarse a un arma más grande. Por lo demás, iba descubriendo los misterios de la magia poco a poco, aún recelando de ella, y escaqueándose como podía, como tiene que ser.
El caso es que, en un aburrido día en el que, como no, no tenía nada que hacer, encontró en la Tienda Moguri un objeto peculiar: un monopatín. Había visto varios en los escaparates de ciertas tiendas, pero nunca había probado uno. ¿Para qué lo iba a necesitar en alta mar? Al final, se decidió a adquirirlo, con el pretexto de que aprender a utilizarlo sería el pasatiempo perfecto para que transcurrieran rápidamente las horas muertas.
Así pues, llegó un día recién desayunada a su habitación, dispuesta a descansar un rato antes de irse a patinar. En realidad, en vez de descansar, se trataba de bajar la comida, porque quería evitar, en la medida de lo posible, espectáculos bochornosos relacionados con caídas y vómitos.
Llevaba ya un rato en su habitación cuando se dio cuenta. Volvió a fijarse. Y una, y otra, y otra vez. Pero nada. Su monopatín no estaba apoyado en la puerta del armario, donde habitualmente solía dejarlo.
—Qué raro —masculló, en voz baja, para sí. Se levantó de la cama y fue a mirar por la zona—. ¿Dónde lo dejé ayer?
Rebuscó por toda la habitación. Bajo la cama, dentro del armario, detrás de los muebles e, incluso, en el baño. Cuando se dio cuenta de que había desaparecido por completo, salió al pasillo y echó a correr, reconstruyendo el recorrido que realizó al regresar la noche anterior a dormir, con el monopatín a cuestas. Sí, no había duda, lo había llevado a su cuarto. Entonces, ¿dónde estaba?
Llegó, finalmente, a los Jardines de Tierra de Partida. Obviamente, ni rastro de él. Y también le costó a la joven llegar a la peor, y posiblemente acertada, conclusión.
—¡Mierda, mierda, mierda! —exclamó, a nadie en particular—. ¡Me han robado!
Quien roba a un ladrón, mil años de perdón. Pero, en este caso, como Hana lo pillase, lo que se iba a llevar era un buen mamporro.