El espacio. Sereno, inquietante e infinito. Sin duda alguna aquel océano estelar le infundía a Edge un enorme respeto y a su vez la emoción que sentía al viajar por él no tenía parangón, allí disfrutaba de completa libertad. Pero, mucho a su pesar, en pocas ocasiones había podido hacer uso de su glider y armadura desde su primer encuentro con Rebecca en Port Royal. Seguramente era por eso que, a medio camino entre Tierra de Partida y un mundo desconocido para él, estaba disfrutando como un niño, realizando alguna que otra acrobacia con su vehículo de colores rojizos, similares a los de su armadura.
Siguiéndolo de cerca con su propio glider se encontraba Maya Zawrid, una pequeña brujita que conoció durante el incidente en Bastión Hueco. A pesar de ser todavía una niña Edge la tenía en muy alta estima y valoraba su sensatez, sobre todo teniendo en cuenta su corta edad. Seguramente era una de las pocas personas con quien Edge creía tener una verdadera amistad. De hecho había sido ella quien le había propuesto acompañarla a ese mundo hacia el que se dirigían, Tierra de Dragones. Al parecer tenía algunas cosillas que quería comprar.
Edge había aceptado de buen grado, cualquier propuesta para viajar al mundo exterior era bienvenida, sobre todo ahora que creía que su aprendizaje estaba estancado, aunque hubiese mejorado en poco tiempo seguía siendo débil, la experiencia de Bastión Hueco era un lastre que ahora arrastraba y, en cierto modo, le frustraba. Había perdido un poco la fe inicial que tenía en su maestra, Rebecca. A pesar de que sabía que era una mujer poderosa, ese titubeo constante le irritaba. Y pocas cosas irritaban a Edge Lemmons.
Después de un buen rato de viaje llegaron por fin a aquel mundo conocido como Tierra de Dragones. Surcaron por sus cielos durante un buen rato en busca de un lugar adecuado para aterrizar hasta que vieron, cerca de la cima de una montaña, una pequeña aldea.
Edge fue el primero en aterrizar, lo hizo tras los muros que rodeaban la aldea para no llamar demasiado la atención de sus habitantes. Bajó del glider y lo hizo desaparecer junto a su armadura y su casco. Mientras esperaba a que Maya aterrizara contempló el paisaje. Estaban cerca de la cúspide por lo que era normal que estuviera completamente nevado. Hacía bastante frío, pero eso no le importó al chico, quien cogió con las manos un buen puñado de nieve y se lo llevo a la cara para después dejarlo caer entre risas. En Port Royal había oído hablar de ella y la había visto en cuadros, pero esta era la primera vez que la veía y la tocaba.
―¿Qué es lo que quiere hacer ahora, señorita Maya? ―dijo el chico, sonriente como de costumbre, cuando su amiga hubo aterrizado.
Mientras tanto, en algún lugar recóndito al pie de la montaña, en el claro de un bosque de bambú, de una pequeña y vieja choza de madera salía una persona. Era un hombre de mediana edad, muy alto y musculoso. Tenía el pelo largo y llevaba una cola, era de un color tan oscuro que, con el reflejo del sol, parecía adquirir tonalidades verdes. Consigo llevaba una vasija de cerámica que acercó a su oreja y zarandeó, provocando que el poco líquido que contenía resonara en su interior. De pronto el hombre pareció ponerse de bastante malhumor y miró hacia la cima de la montaña con desdén.
―Esa maldita mujer… hace ya una semana que se lo pedí ―bufó.