La imagen de un hombre de cabello largo, blanco y completamente liso apareció en mi mente. No podía verle claramente, pero era un hombre muy alto en comparación conmigo, que apenas le llegaba a la barandilla del balcón de aquel castillo.
El hombre me sonreía mostrando unos dientes afilados, aquella persona me miraba con cierto cariño.
El cielo estaba nublado y el sol empezaba a desaparecer en el horizonte mostrando un crepúculo precioso. Las estrellas podían ya verse en el cielo. Me habían contado muchas veces una leyenda que decía que cada una era un mundo, aunque nunca había ido hasta allí arriba para comprobarlo. De todos modos sonaba raro decir que cada estrella era un mundo. ¿No eran en todo caso bolas de fuego que daban luz y calor y que habían servido para guiarnos en el mar desde tiempos remotos?
Estabamos a una gran altura en aquel alto castillo que había sido erigido sobre una montaña. Debajo de ésta se veía una enorme ciudad que se extendía hasta donde la alcanzaba la vista, desde la zona más a la derecha de aquel balcón se podía ver el mar, aunque lejos. Incluso desde allí podían distinguirse los enormes barcos de vapor que salían y entraban del enorme puerto, también numerosos zepelines se encontraban sobre la ciudad, aunque ninguno osaba acercarse al castillo demasiado, suponía que por seguridad.
Señalé entusiasmado algo que había llamado estúpidamente mi atención sonriéndo de oreja a oreja. El hombre también sonrió mostrando sus afilados dientes. Posó su mano sobre mi cabeza y me la zarandeó con delicadeza.
De pronto, alguien dijo mi nombre. Al girarme la vi a ella.
Una niña de más o menos tres años que era varios centímetros más alta que yo. Su cabello negro era bastante corto, pero brillante y un aroma dulce provenía de él. Sus ojos, al igual que los del hombre del pelo blanco y Christian eran de una tonalidad rojiza, de hecho era sorprendente que mis ojos fuesen verdes teniendo en cuenta que era el color predominante en todos los que vivían en aquella ciudad. Me sentía especial por ello.
La niña llevaba puesta una blusa gris y un bonito collar de oro con forma de engranaje. Yo por mi parte, tan solo vestía con un pantalón corto de pana con tirabuzones que pasaban sobre mis hombros. También vestía una camisa blanca a medida y una medalla con una forma algo peculiar que estaba enganchada del lado izquierdo de mi cuerpo, aproximadamente a la altura del corazón.
Aquel símbolo era muy común para mí, ya que estaba en casi todos los lugares del país donde hubiese algo o alguien que tuviese alguna relación con la Familia Real ya fuese de amistad o sanguinea.
«
Y esta algún día será la mujer que te haga la persona más feliz del mundo»
Obviamente, el hombre de blanco y la niña también llevaban aquella misma medalla, aunque en mi caso y en el del hombre blanco las medallas eran doradas, mientras que la de la joven era de un tono cobrizo.
A aquella niña la había visto en numerosas ocasiones, pero siempre parecía triste por algo y apenas hablaba o jugaba conmigo, al contrario que el resto de niños de su edad. Era realmente extraña, pero verdaderamente linda como una adorable muñeca de porcelana.
En silencio, la joven se acercó y me entregó un cristal roto. Podría parecer basura sin valor, pero tenía algo que lo hacía valioso.
La niña en silencio, sacó otro trozo de cristal y lo puso frente a uno de sus ojos para mirar con él el crepúsculo. La imité.
***Abrí los ojos lentamente en la habitación que Nadhia y yo habíamos alquilado aquella noche. Mis ojos estaban expulsando lágrimas.
―
¿Que fue ese sueño? ―dije en voz baja. No recordaba haberme peleado con Nadhia, solo que me había caído dormido.
Me levanté de la cama con cuidado de no hacer ruido para no despertar a mi compañera y me metí en el baño directamente.
Observé mi reflejo viendo por unos instantes el rostro de un niño pequeño con unos preciosos ojos verdes que se clavaron en los míos. Quitándole importancia pensando que podría estar aún un poco adormilado me metí en la ducha.