—¿Es eso lo único que vas a decir? Eres un capullo, Kit.
Reí para mí mismo por lo bajo y negué con la cabeza mientras Ragun caía de espaldas al suelo. Me levanté del suelo con dificultad y caminé hacia la puerta del revés, pasando por ella con un salto. Miré a mi amigo tirado a mis pies, boca arriba, y entendí algo tan simple como la vida misma: cada vez que me cruzaba con él, llegaban los problemas. Era imposible verle y no saber que un monstruo gigante atacaría la ciudad, un grupo de pueblerinos nos perseguirían con antorchas o que un moguri no intentaría ahogarme.
¿Y qué hacía yo con los problemas en mi vida, como él? Sólo una cosa, la más lógica para alguien como yo. Extenderle mi mano y ofrecérsela para que se levantara conmigo, además de tomarle por el hombro y conducirle hacia la salida de la nave.
—No, Ragun. Tengo mucho más que decir.
Llegamos al exterior de la nave y recibimos la brisa fresca y tranquila. Tomé aire lentamente y dirigí los ojos hacia la ciudad frente a nosotros: el gran Lord Helix estaba atacando los edificios, con una extraña correa gigante alrededor de su concha. Su poder era asombroso, y nadie podía hacer frente a una bestia como aquella.
—No quiero que seas mi héroe hoy —le dije a Ragun, apartando su brazo de mi hombro y golpeándole el pecho con una amplia sonrisa—. Quiero que lo seas de esta ciudad. Conmigo.
Me llevé las dos manos al bolsillo y saqué dos gafas de sol. Cogí mis gafas habituales y las tiré lejos; me coloqué uno de los dos pares de lentes oscuras y sonreí a mi amigo. Coloqué el puño frente a él, esperando que me correspondiera con un gesto y que tomara el otro par de gafas de sol. Señalé con la cabeza hacia los problemas de la ciudad y eché una pequeña risa por lo bajo.
—¿Vale, amigo?