Me froté los ojos mientras bostezaba ampliamente, tumbado en la cama.
No llevaba ni una semana en Bastión Hueco, y ya podía decir que me estaba costando acostumbrarme a los cambios que debía asumir al haberme convertido en aprendiz, o lo que fuese. Para empezar, el horario. ¿Sabías lo difícil que era volver a acostumbrarse a hacer cosas durante el día? Con lo bien que estaba durmiendo durante las horas de sol.
Tenía cosas buenas, eso sí, como los entrenamientos. Las Maestras eran increíblemente fuertes, y era divertidísimo intentar luchar contra ellas. Solía acabar con un par de brazos rotos o las piernas partidas, pero siempre aprendía algo nuevo. Que el anillo me hiciera inmune al sol también era una ventaja, por mucho que no me gustara llevar algo mágico encima.
Aunque lo peor era la comida. Pretendían que me limitara a alimentarme con unas insípidas bolsas de sangre congelada, pero todo el castillo estaba lleno de dulces presas de las que parecían colgar un letrero que decía: "Cómeme". Nanashi me había advertido de que no se me ocurriera tocar a ninguno, pero no estaba seguro de cuánto aguantaría.
Poco, seguramente.
De un salto me levanté de la cama, estirando los brazos hacia el techo. Miré por la ventana: era mediodía. Tenía hambre, y no me quedaban bolsas en la habitación. Qué coñazo.
Con las manos en los bolsillos, silbando una alegre canción, y sin acordarme de ponerme una camiseta (llevaba simplemente unos viejos vaqueros), salí del cuarto en busca de esas criaturas llamadas moguri, encargadas de proporcionarme la sangre.
Hambre~