―¡Siento lo que sucedió ayer!
Fue lo último que dijo Light antes de abandonar el despacho de la Maestra Yami (o el lugar donde ésta se encontrara) aquella mañana. Se despidió de ella con una ágil reverencia y salió escopetado hacia ningún lugar en particular.
Se había disculpado con la Maestra por las groseras palabras que pronunció en su presencia el día anterior, cuando les preguntó por su experiencia en la ópera. Enrabietado por la locura vivida, Light escupió que había acabado con la Guardiana para salvar a todos los asistentes de un envenenamiento masivo.
Aquel día no tenía entrenamiento, y la verdad es que lo agradecía. No estaba de humor. Se comía la cabeza y se preguntaba múltiples veces si habría podido salvar la vida de la Guardiana. Si no hubiera subido a las terrazas y hubiera buscado el antídoto por su cuenta...
«¿Podré volver… a luchar?», le aterraba utilizar de nuevo sus poderes: el poder de la locura, característico de los afines a Luna; el poder de fortalecerse en gran medida en los momentos más críticos.
Y de convertirse en una bestia de lo más ciega y asesina. No quería pasar por aquella experiencia bajo ningún concepto.
Con estas dudas, Light anduvo por los pasillos hasta alcanzar la sala del trono, vacía.