Tras recomponerse después de la huida del cervatillo, Bavol acompañó a sus otros dos compañeros al camino hacia la mina. Durante el trayecto, Light se atrevió a preguntar el por qué de un regalo que conllevaba tanto riesgo. El gitano miró al Aprendiz con una ceja arqueada, el niño prefería no meterse en la vida de los solicitantes de las misiones.
No obstante, ya que había preguntado, escuchó con atención la historia de Karl sobre su amada Brufilda. Después de escuchar cómo planeaba ofrecerle el diamante para que aceptara su propuesta de matrimonio, Bavol sintió especial curiosidad sobre aquel tema. ¿Con que así era cómo se hacían esas cosas? No parecía una tarea tan difícil si de esa manera conseguía ganarse el corazón de su amada para siempre, pero había una pregunta que aún le rondaba por la mente.
—
Bueno, ¿y si le das el diamante y al final no te quiere? —preguntó el niño sin ningún tipo de reparo.
Independientemente de lo que quisiera contestarle, Bavol continuó con su camino hasta encontrarse con la entrada de la mina. Dirigió una mirada a los otros jóvenes y tras asentir con la cabeza, se adentró en los túneles.
El interior de la mina estaba oscuro, pero no tanto como para no ver por dónde podían avanzar. Aunque al principio no pudo escuchar nada fuera de lo habitual, tras un rato una peculiar melodía llegó a sus oídos. Intentó buscar en la oscuridad la mirada de Light para indicarle que se dirigieran hacia el lugar del que provenía la cancioncita.
Fuera con él o no, el pequeño decidió atravesar el túnel desde el que se oía la música. A medida que se iba acercando, pudo ir escuchando más nítidamente lo que estaban cantando aquellas voces:
Cavar, cavar, cavar, cavar
Y es bueno acabar.
Cavar, cavar, cavar, cavar
Y no menos cavarBavol no pudo evitar pegar un respingo al darse cuenta de lo que había descubierto cuando llegó al final del camino. Se trataba de una amplia cavidad, cuyas paredes estaban recubiertas de brillantes piedras de todos los colores. No obstante, aquello no era lo más sorprendente. Había, nada más y nada menos, que siete pequeños hombrecitos trabajando en la mina mientras entonaban la canción. Cuatro se encontraban cavando con los picos, dos estaban frente a una mesa trabajando con los diamantes y el último conducía una carretilla tirada por un burro.
—
Tenemos ya más de un millón —canturreó uno de los más gordos y de aspecto feliz.
—
Solo con cavar este rico socavón —continuó otro con una expresión de asco pintada en la cara.
—
Socavón,
socavón —siguieron dos más a coro.
—
¡Donde mil diamantes hay!Cavar, cavar, cavar, cavar
Y luego recavar
Cavar, cavar
El cuento es el de nunca acabar—
Para aprender bien a excavar… —continuó el conductor de la carretilla entre bostezos.
—
Muchos años hay que practicar—
Pero al saber excavar muy bien —canturreó uno de los enanitos de la mesa, el que tenía barba y gafas.
—
¡Sabremos muy bien cavar!Al no esperarse una situación como aquella, Bavol permaneció en la entrada de la caverna sin saber muy bien qué hacer. No sabía si aquellos tipos eran amigables o no, o si tan siquiera podía interrumpirles de su trabajo para preguntarles. Pudieran o no, estaba claro que habían llegado al sitio adecuado, había piedras preciosas por todas partes.
Fue entonces cuando uno de los enanitos, uno que estaba vestido con un trajecito verde y un sombrero lila, empezó a andar con movimientos alegres transportando en una mano un recogedor con unos cuantos rubíes.
Iba tan metido en su propio mundo que continuó marchando hasta chocarse con Light, provocando que el hombrecillo cayera al suelo y echara una mirada aturdida al Aprendiz. Al instante, todos los enanitos giraron sus cabezas hacia la entrada observando al trío que acababa de llegar.
—
Creo que acaban de darse cuenta que hemos entrado en su mina… —le susurró Bavol componiendo una sonrisa nerviosa.