—La verdad es que… No sé…—Miró hacia los libros que había traído consigo y suspiró—. Supongo que, cuando la vea, sabré por el aspecto qué nombre debería darle.
Entonces llegó el momento. Los trazados de los círculos se habían iluminado con una luminiscencia azulada y el anillo directamente resplandecía. Se le secó la boca y miró a Nadhia.
—Échate un poco atrás. Sólo un poco.
Corrió hacia el agua dulce del fondo, donde ya había preparado un cubo vacío al lado de otro lleno de agua de mar, los trajo hasta el borde del círculo, donde se arrodilló y tragó saliva.
Era algo sencillo pero podía salir muy mal si no tenía cuidado. Tenía que conseguir que la esencia no se desmoronara al traerla a aquel mundo. La temperatura de la cueva comenzó a rebajarse y de pronto la humedad aumentó. El anillo brillaba tanto que cegaba.
Cogió el cubo de aguar de mar y comenzó una cuenta atrás, mientras se le perlaba de sudor la frente y se le pegaba la ropa al cuerpo. Respiró hondo para intentar calmarse pero el corazón le latía tan fuerte que casi tenía miedo de que le fuera a partir las costillas.
Extendió el cubo y empezó a derramar su contenido con cuidado sobre el anillo. Ante el contacto empezó a expulsar vaharadas de vapor. Dio un respingo pero siguió hasta que lo vació.
—Oh, mira eso…
El agua no se había limitado a expandirse, sino que se había quedado quieta, sino que parecía estar en una especie de recipiente invisible donde giraba en un pequeño torbellino, cuyo centro era el anillo.
Cogió el otro, de agua salada, y lo volcó con el mismo cuidado. A medida que avanzaba, el agua tomaba una tonalidad azul intensa y se le transmitió la luz del anillo. Fátima retrocedió, sin aliento, para ver cómo las líneas del círculo comenzaban a palpitar.
Durante los siguientes minutos, el agua dejó de girar lentamente para tomar la forma de una criatura. A veces se veían lo que parecían ser sus ojos, en ocasiones, su boca o su nariz. Fátima, emocionada, apretaba los dientes a la espera del momento adecuado. Había leído el proceso. Al crear a una esencia, esta se fijaría en su creador para tomar parte de sus rasgos, así que era muy posible que Ondina surgiera con un aire antropomórfico. De tanto en tanto miraba hacia Nadhia, cruzando los dedos y muy nerviosa.
Tras lo que se le antojó una eternidad, escuchó una voz clara y cristalina, lejana pero lo suficiente alta para que la identificara como mujer.
«¡Ahora!»
Se echó adelante, introdujo la mano en el agua, que le transmitió una ligera sensación de electricidad, y atrapó el anillo. Lo extrajo de golpe pero, aun así, quedó unido al agua por una serie de hilos. Se lo puso en el dedo corazón de la mano izquierda y murmuró:
—Ven a mí, soy tu creadora, te recibo con los brazos abiertos. ¡Aparece ante mí!
Y apareció.
«Es preciosa…»
Era, en efecto, antropomórfica, aunque nadie habría podido confundirla por una humana cuando el agua fluía sin parar, desdibujando sus rasgos. Abrió unos intensos ojos azules y se quedó observando con cierto aire expectante.
Fátima se había quedado en blanco. Se volvió hacia Nadhia con aire apurado. El anillo palpitaba en su dedo.
Un nombre. Tenía que darle un nombre. Pensó en todos los que había escrito en sus cuadernos, en los que había tachado o los que le habían dado vergüenza, en los que le habían parecido bonitos y en los que no. Y se olvidó de todos porque, de pronto, se le vino una imagen a la cabeza. La de una mujer que vivía en el agua.
Respiró hondo.
—Ondina.
La criatura cerró los párpados y Fátima sintió que un golpe de energía fría la recorría de cabeza a los pies. Cuando se recuperó, el anillo había dejado de brillar y el círculo también se había apagado. Ondina flotaba y miraba a su alrededor con curiosidad.
Incrédula, Fátima se volvió hacia Nadhia y exclamó, soltando todo el aire que había contenido ahora:
—Pues no ha sido tan difícil…
Quizás Nadhia se llevara un pequeño sobresalto. Los ojos de Fátima habían cambiado: