Ciudad de Paso estaba viva.
La actividad del mundo se había visto considerablemente aumentada a causa de la caída de Vergel Radiante. Sus exhabitantes supervivientes habían pasado a vivir en aquella ciudad característica por sus noches llenas de alegría y fiesta, de tiendas y locales donde beber hasta desmayarse. Los niños jugaban en el Sector 1 al pilla pilla, siendo eventualmente regañados por los moguris de la orfebrería por usar su establecimiento para no ser localizados de forma bastante habitual.
Claro que corrían peligros. Los Sincorazón acechaban en cada esquina cuando la noche caía, buscando alguna víctima inocente de la que alimentarse. Pero lo cierto es que un pequeño grupo de guerreros los tenían controlados, siendo no tan común su aparición y con un toque de queda para los ciudadanos que vivían en la mayoría de sectores. Además, los habitantes conocían bien los caminos que evitar y los que sí era aconsejable tomar.
¿Y qué más daba si, total, durante el día no corría nadie peligro? La luz del sol iluminaba con fuerza los edificios de aquella pequeña ciudad, alentando a los Sincorazón a no atacar y animando a sus ciudadanos a tomar la calle para vivir la vida y hacer sus tareas normales. Trabajar en la tienda de comestibles, comer en el restaurante, acudir a la escuela tras una pataleta mañanera...
Y por supuesto, el servicio de correos funcionaba como siempre. El señor cartero debía entregar cartas y paquetes no sólo a sus habitantes, sino que debía hacerse cargo de la correspondencia de todos los mundos cercanos. El servicio de correos de Ciudad de Paso era uno de los grandes orgullos de la ciudad, con millones de sobres esperando a ser entregados, de los cuales muchos acababan inevitablemente extraviados. El servicio era barato, rápido y eficaz, y daba empleo a más de una centena de humanos, moguris y otras razas existentes.
Y aquel era el primer día de trabajo de Joe. El recientemente nombrado cartero había tenido que pasar mucho para ser aceptado en el cargo, desde luego. Tras años de oposiciones, tras derramar cientos de lágrimas para lograr un único cargo entre más de diez mil personas que lo estaban intentando a la vez, era oficialmente cartero. Y empezaría con un paquete simple: algo que habían enviado desde un mundo externo para entregar en la misma Ciudad de Paso, y que al parecer corría bastante prisa pues habían pagado con un buen extra.
—¡Hoy va a ser un gran día!
Joe detuvo el vagón en el que viajaba para detenerse en el ala este de la quinta planta de las instalaciones de correos, situadas bajo la ciudad. El hombre se llenó de orgullo y con una gran sonrisa se aproximó al fondo de la pared, donde, entre una ingente calidad de paquetes, se encontraba una pequeña sala cerrada con llave.
—¡Un simple paquete, nada más! Este trabajo lo haré en un tristrás.
Joe sacó las llaves mientras silbaba y metió estas en la cerradura. Abrió la puerta y la empujó hacia el interior, dipuesto a acceder a esta, cuando algo le saltó a la cara.
El grito de Joe fue tan desgarrador que todos los empleados del edificio de correos se alarmaron. El hombre tenía arañado todo el rostro, sorprendido por su terrible atacante: una pequeña sombra de ojos amarillos, con antenas en la cabeza y movimientos torpes y casi descontrolados.
No fue el único monstruo en surgir. Joe se levantó y comprobó que del interior de la sala habían comenzado a saltar más de aquellos monstruos hasta llegar a la docena. El cartero pegó un grito y, lejos de cerrar la puerta para evitar que escapasen más de aquellas oscuras bestias, corrió en dirección al vagón en los raíles para salvar su vida. No llegó: una de las sombras le sorprendió por la espalda, le provocó un grave corte en esta y le tiró al suelo.
Joe gritó en busca de auxilio, mas nadie acudió a tiempo. Algunos empleados en plantas superiores observaron cómo las bestias se aproximaban a él, hambrientas de su cuerpo y alma. Comenzaron a clavar sus garras en él, buscando su pecho, alimentándose de su sangre, hasta que lo sacaron. Un brillante corazón.
El servicio de correos entró en el caos en ese mismo momento, mientras el corazón de Joe comenzaba a alimentar la oscuridad de los Sincorazón y creaban un nuevo ser. Todos corrían a socorrer sus vidas. Y cuando pocas horas más tarde el asunto fue investigado, tras declarar las instalaciones en cuarentena, se encontró a un posible culpable. Los responsables de haber enviado el paquete.
Un mundo lejano llamado Tierra de Partida.
—Bien, ya habréis oído el pequeño lío en el que se han metido vuestros Maestros, ¿no?
El Gremio era el lugar perfecto para desconectar del mundo para los aprendices de Tierra de Partida, desde luego, pero con la que se estaba armando ni allí podían relajarse Fyk y Maya. Habían acudido allí por algún motivo que sólo ellos conocían, y desde luego no era asunto de Gerard más allá de servirles aquello que hubiesen pedido, pero no podía evitar tocar el tema central de todos los cuchicheos desde hacía seis días atrás: la acusación de que Tierra de Partida estaba involucrada en un ataque Sincorazón a Ciudad de Paso.
Sonaba ridículo. Todo había surgido porque los Sincorazón se habían reunido en las instalaciones de correos cerca de un paquete enviado desde allí y habían acabado con algunas vidas inocentes, pero las malas lenguas ya habían acusado a los Caballeros de ser culpables. Y desde luego, no sin razón. Al hacerlo el mayor periódico de aquel mundo, The Moguday, aprovechó para atacar a la Orden con saña sacando fuentes en exclusiva de que la caída de Vergel Radiante había sido provocada por algunos poseedores de la Llave Espada. Y aquello, desde luego, no lo podían negar.
Gerard sirvió a ambos aprendices aquello que habían pedido y se dirigió hacia un tercer sujeto en la barra, el cual tenía el susodicho periódico a su lado. Su nombre era Sorkas, y desde luego al haber vivido en Ciudad de Paso debía conocer la situación mejor que nadie. Los Sincorazón no atacaban nunca durante el día, ni siquiera dentro de los edificios aunque estuviesen bajo tierra, por lo que todo aquello se le podía antojar extraño.
—Tú eras de Ciudad de Paso, ¿verdad? ¿Qué opinas? ¡Os acusan de estar iniciando un ataque al mundo! ¿No te sientes molesto?
Gerard escuchó la opinión del joven y se dirigió hacia la cuarta persona en la barra, otro aprendiz de nombre Light Hikari. El chico había notado toda la actividad reciente de los Maestros tras aquello: no paraban. Siempre que veía a uno tenía prisa, escribía algún informe y se le veía estresado. Los entrenamientos habían cesado de golpe y porrazo, y por tanto aquellos días se podían considerar en cierto modo un descanso. Pero poco de descanso podía ser cuando quizás estuviesen al borde de una guerra con los habitantes de un mundo que sabía de su existencia.
Los Maestros habían escrito al periódico y se habían citado incluso con el alcalde de la ciudad, un conocido del cocinero aparentemente, para asegurar su inocencia en todo aquel asunto. Pero la realidad es que todo quedaba anulado cuando todo el mundo y los medios de comunicación habían la misma pregunta: ¿quién había enviado el paquete y qué contenía?
Nadie se había expresado al respecto. El Maestro de Maestros, Ronin, no contestó pero tampoco negó desconocer la información en ningún momento. Aquello sólo había despertado la desconfianza en el público, lo cual llevaba a manchar la reputación de Tierra de Partida inevitablemente.
—Los Maestros no contestan, se habla por parte de algunos radicales de atacar con misiles Sanctus el castillo... —comentó Gerard en voz alta para sí mismo mientras limpiaba una taza—. ¡Y nadie mueve un dedo! Con lo fácil que sería ir allí mismo e investigar todo este extraño asunto. Pero no, los Maestros no quieren que nadie se meta en este lío, ¿verdad?
El hombre suspiró para sí mismo, pasando la mirada por encima de los cuarto presentes. Dejó la taza en el fregadero y apoyó sus brazos sobre la barra con una larga y pícara sonrisa, sin dirigirse a nadie en concreto, y mirando el tablón de misiones vacío.
—Y vosotros vais a ser buenos chicos y vais a tener el trasero sentado aquí mientras no hay ni entrenamientos ni misiones, ¿verdad?
Gerard guiñó el ojo a Fyk. El mensaje, aunque fuese indirecto, era claro.