Para los habitantes de aquella ciudad, los peligros siempre habían estado a la orden del día: monstruos que abandonaban los bosques de las ninfas para probar la carne humana, o fenómenos meteorológicos que se antojaban como ira de los dioses. Por ese motivo, siempre dependían de bravos guerreros que les salvase de todos aquellos peligros, los llamados héroes.
Sin embargo, ese día los héroes no podían hacer nada contra el origen de lo que los habitantes de Tebas consideraron el fin del mundo tal y como lo conocían.
Desconocían en un primer momento si se trataba de un enfrentamiento entre los dioses, o si Hades, el Señor del Inframundo, había vuelto a hacer de las suyas. La gente gritaba y corría por las calles en busca de un lugar seguro. Los hombres cargaban con todo lo que podían, las mujeres cogían a sus hijos, abrazándolos desconsoladamente. Y algunos ancianos, resignados, se adentraban en los templos buscando perdón. Muchos de ellos acabaron aplastados bajo los escombros. La mayoría de los lugares más sagrados de Tebas se habían desmoronado con los terribles huracanes que pasaron por la ciudad, no mucho antes de un frío infernal que acabó congelando a poco más de un tercio de aquellos que habían decidido salir a comprobar qué ocurría.
A pesar de ser de día, el cielo estaba oscuro, tormentoso. Los relámpagos asomaban en la lejanía, y aquello significaba que Zeus estaba realmente furioso.
Y no había acabado, pues aquellos que tuvieron la suerte de sobrevivir a todo lo anterior divisarían una figura gigantesca dirigiéndose hacia la ciudad, acompañada de una espantosa lava viviente, dispuesta a tragarse Tebas.
—¡Los titanes! ¡Son los titanes!
Y en medio de la masacre, una joven contemplaba desolada el resultado del paso de aquellos gigantes, abrazada sobre sí misma, impotente. Tenía un aspecto enmarañado, quizás por haberse visto inmiscuida en los desastres anteriores. Por la expresión de su rostro pareciera que estaba a punto de llorar o gritar, presa de la rabia. Se giró y vio a una mujer con varios niños en sus brazos, los cuales se aferraban con fuerza a su madre. La mujer rezaba a los dioses, pero sus hijos sólo preguntaban una y otra vez:
—¿Mamá, dónde están los héroes de Tebas?
Los ojos de la muchacha reaccionaron a la sorpresa de aquellas palabras. Sus orejas de híbrida, recordando a las criaturas mitológicas de aquel mundo, se alzaron. Se intentó poner en pie, por muy difícil que lo tuvieran sus piernas tras haberse librado de los escombros del Coliseo. Pero era fuerte, muy fuerte. Al segundo intento consiguió levantarse sin problemas, recordando fugazmente las palabras de una persona muy importante para ella, quien debía estar luchando en algún lugar de aquel mundo para salvarlo de la oscuridad. Caminó en dirección a donde asomaba la gigantesca sombra que comenzaba a cubrir la ciudad y, llegando al centro de la gran plaza envuelta en llamas, su diestra colisionó contra su hombro izquierdo. Un destello surgió de su cuerpo, la abrazó y la joven desapareció por unos instantes. Cuando la luz se apagó, la híbrida brillaba por sí misma, vestida en una flamante armadura dorada, con una capa roja cayendo a su zurda.
Cuando la lava empezó a derretir los edificios que tenía frente a sus ojos, la muchacha los cerró, agachando la cabeza. En ese momento, había tomado una decisión. Al volverlos a abrir, el mismo fenómeno que la cubrió segundos antes se manifestó en su mano derecha, materializándose en un arma de peculiar aspecto. Lo que no sabían los presentes es que aquella espada era la más poderosa existente allí, y más allá de lo que sus ojos alcanzaban a ver tras el manto de estrellas.
Aquel día, una heroína nació.
El Olimpo había sido masacrado. Los dioses, impotentes al inexplicable y abrumador poder de su nuevo soberano, agachaban la cabeza mientras contemplaban las largas cadenas que exhibían sus cuellos y manos. Nunca antes habían llegado tan bajo.
—Arrodillaos ante mí.
En las alturas, una enorme sombra cubrió toda luz que emanara del cuerpo de los llamados inmortales. Ésta se sentó en el trono del todopoderoso Zeus, observando a su antiguo dueño perecer bajo su mandato junto a Hera, su mujer.
Alguien se sentó al lado del soberano, ofreciéndole amistosamente una copa de vino. Éste la aceptó con sumo gusto, sin antes brindar ante todos los presentes que conocían el origen del caos:
—Arrodillaos... ante Gárland.
—Me niego a entregarlo, Kazuki. Él me llevará hasta Gárland —dijo Lyn, quien se había reunido con los demás presentes en cuanto supo de la noticia. Parecía bastante alterada.
Light y Maya no habían tenido tiempo para descansar tras los sucesos ocurridos en Ciudad de Paso. Junto a la Maestra Yami, habían traído preso a aquel payaso, Kefka. Metidos en aquel lío, la Maestra Yami dejó todo a cargo de Lyn en cuanto ésta se enteró del asunto. Bastante nerviosa, con las orejas en alto, había convocado a Ronin, no sin antes ir acompañada por Hiro, quien había estado entrenando con ella desde hacía unas horas.
Kefka lanzaría una sonrisa a Hiro desde su posición, a quien conocía muy, pero que muy bien. Sin embargo, no abrió el pico, temiendo porque Lyn le rebanara el pescuezo. Echando chispas alrededor de su cuerpo, lo más normal es que permaneciera en silencio mientras estaba encadenado en el hogar de los portadores, como el resto de personas que se encontraban a una distancia mínima de la mentora.
Y no fueron los únicos presentes. Los rumores se expandían como la pólvora, y el Maestro Kazuki acudió raudo y veloz —quién lo diría— a la sala del trono, observando a Kefka detenidamente. Detrás de él apareció uno de sus pupilos, Xefil.
—No me importa si estuvisteis en Ciudad de Paso de pura casualidad o por chismorrear sobre asuntos que no os conciernen —comentó seriamente Lyn a Maya y a Light—, pero mejor será que empecéis a cantar.
Lyn y Kazuki escucharían atentos a lo que ambos explayaran sobre lo ocurrido. El Maestro Kazuki se quedó pensativo, pero aquello no quitó que negara con la cabeza, cerrando los ojos.
—Aquí tienes la prueba, Kazuki. Hechos que lo demuestran —la mujer se volvió hacia el Maestro—. No pienso quedarme de brazos cruzados sabiendo que puede renacer otra vez.
—Lyn, te lo repito por última vez, eh —dijo Kazuki, bastante más despierto de lo usual—. Tenemos que llevarlo a la Confederación. Es un enemigo de ambos, y nuestro trato...
—Me vas a dar lecciones de moral tú a mí —Lyn señaló entonces a Kefka—. Me llevará ante él, te guste o no. Recluir a la Confederación supondría…
—Lyn, tenemos que cumplir con lo primordial. Tenerlo suelto y con posibilidad de eh, escapar, sería...
—¡Kazuki...!
—¡¡Silencio!!
Ante la tensión manifestada entre ambos maestros, quien tuvo la última palabra fue el Maestro Ronin, quien apareció en aquel momento tras las puertas para acceder a la Sala del Trono. Miró de reojo a Kefka y luego observó a Lyn. Kazuki le explicó largo y tendido lo ocurrido, y lo que se suponía que era lo correcto.
—Lyn, sabes que el razonamiento de Kazuki es el correcto.
—Ronin, si no vamos puede ocurrir de nuevo.
Ronin se cruzó de brazos, clavando su único ojo visible a los de Kefka, quien se puso tenso entre sus cadenas.
—De acuerdo —para sorpresa de Kazuki, el Maestro Ronin se encogió de hombros—. Te doy permiso, Lyn.
—¡Pero Ronin, eh, no...!
—Si le hubiera hecho caso aquella vez, no estaríamos aquí reunidos decidiendo qué hacer —dijo, señalando a su aprendiz—. Confiaré en ella.
>> Pero no vas a ir sola. Light, acompaña a la Maestra.
—Eso no lo dudes —comentó Lyn, girándose entonces a los cuatro aprendices que se encontraban en aquel momento allí, expectantes con la discusión de sus maestros—. Hiro, conmigo. Tú también —señaló la híbrida a Maya, y luego se quedó pensativa mirando a Xefil—. Y en cuanto a ti, espero que no vuelvas a dormirte en los laureles con féminas como la otra vez.
>> ¿Ha quedado claro?
La Maestra Lyn se dirigió a la salida, cargando sin problemas con Kefka. Éste gruñó, sintiéndose humillado. Pero debía admitir que era fuerte. Muy fuerte.
—Ese mundo nos necesita más que nunca.