―Y eso que te dije que no te metieras en líos —musitó, mientras salía de la celda y se llevaba de vuelta a casa a Ban.
Desde luego, el desenlace de su primera misión no había sido la que el chico había debido imaginar. Pero no todo el mundo podía decir que Nanashi lo había rescatado de una prisión y lo había cargado en brazos para llevarlo de regreso a su hogar.
El último comentario de Hana mereció una mirada helada de la Maestra, pero no hizo ningún comentario, pues Sorkas empezó a contarle su propia aventura.
—¿Un individuo? —repitió entonces. De no haber llevado la cofia habrían podido ver cómo sus orejas se alzaban, rígidas—. ¿Quieres decir que te ha visto alguien? —agarró al muchacho por los hombros y lo sacudió con violencia—. ¿Has dejado que alguien te vea mientras luchabas contra un Sincorazón?
La Maestra siseaba entre dientes, furiosa, y parecía que fuera a arrojarse de un momento a otro sobre Sorkas. No necesitó una confirmación, el joven ya había dicho suficiente. Se llevó una colleja que le hizo ver las estrellas y la Maestra tuvo que apretar con fuerza los puños para no descargarse contra él.
—¡Estúpido! ¡Maldito niñato estúpido! ¡No sólo os separáis! —y lanzó una mirada fulminante a Hana—. ¡Sino que además dejan que te vean y te salven en la lucha contra un Sincorazón! ¿Te das cuenta de lo que significa eso? ¡Alguien sabe de nosotros! ¡Y tú…!
Lyn se mordió el labio en el último instante y apartó a Sorkas de un violento empujón. Dio unos pasos, furiosa, y luego le apuntó con un dedo:
—No pienses que te vas a quedar de rositas después de esto. Ya pensaré en algún castigo apropiado cuando regresemos a Tierra de Partida. Nos vamos, ¡andando!
Y la Maestra echó a andar con largas zancadas hacia las murallas. No iba a ser un viaje de vuelta agradable.
Además, los Aprendices tenían mucho en lo que pensar. Cuando ya no estaban muy lejos de los suburbios de la populosa ciudad, Lyn dijo con voz grave:
—A tu pregunta de antes...Nosotros no intervenimos en los Mundos, Sorkas, no sólo para que idiotas como tú no metan la pata, sino porque no tenemos derecho a hacerlo. Cualquier acción alteraría el equilibrio. Y no podemos permitir que esto ocurra, por mucho que cueste... Sería más peligroso de lo que puedes imaginar.
Y continuó el resto del camino en silencio.
La ciudad parecía más bulliciosa y alegre que el día anterior. Era como si se hubiera desprendido de un velo ominoso, de un miedo que atenazaba los corazones de los parisinos. Una angustia que había desaparecido mientras el humo negro de las piras ascendía hacia el cielo.
A media tarde, en lo alto de una de las torres del campanario de Notre Dame, un joven se preparaba para tocar las campanas. Su figura era deforme y su paso, torpe, pero tenía una mirada límpida y la sonrisa inocente de un joven amable. Cuando ascendió por unas escaleras de mano hasta situarse junto a las grandes campanas que advertían a toda la ciudad del momento del día en el que se encontraban, sus grandes manos acariciaron la superficie de la Gran Marie con cariño. Luego soltó un suspiro y reposó su irregular frente contra la campana.
Esa mañana había escuchado los gritos y le había llegado el intenso olor de la carne quemada aunque se refugió lo más lejos que pudo de las ventanas. Había tardado horas en ventilar su santuario, pero todavía tenía la impresión de que, cada vez que inhalaba una bocanada de aire, le picaba la garganta por ese olor dulzón.
Sacudió la cabeza. No, no debía pensar en eso.
Quizás sería mejor centrarse en el terrible demonio al que se enfrentó el día anterior. Todavía no podía creer que hubiera tenido el valor suficiente para salvar a aquellas dos personas. Pero no había sido capaz de quedarse quieto sin hacer nada…
Pensó con cierta inquietud en su amo que, cuando escuchó su historia sobre el demonio, mandó llevarse al muchacho para interrogarlo más tarde.
«Ahora tengo asuntos importantes que atender» había dicho con una sonrisa que le puso los pelos de punta, y no necesitó darle demasiadas vueltas para averiguar que se refería a aquella ejecución.
Se alegraba de no haberle contado —y se sentía terriblemente culpable por ello— lo más importante:
Que ese chico había volado.
Tomó la cuerda de la campana, tensó sus grandes bíceps, y empezó a tocar. El dulce sonido de la campanada reverberó en su cuerpo, acelerando los latidos de su corazón.
—No me lo he imaginado. ¡Estaba volando! —inspiró hondo, con un hormigueo de emoción, y volvió a dar una campanada.
¡Cuántas cosas impresionantes había ahí fuera…!
Y un día, se prometió en lo más hondo de su corazón, saldría para verlas.
Raphaël ascendió apresuradamente por unas elegantes escaleras. El regusto de la bilis le inundaba la boca y no era capaz de deshacerse de aquel amargo sabor por mucho vino que bebiera. Había contemplado la ejecución, por supuesto, pero, aunque había sido desagradable, no era aquello lo que más le traía de cabeza. No era la primera ni la última ejecución de inocentes de la que sería testigo.
Sino saber que, con aquella acción, Frollo se había ganado al pueblo.
Emitió un profundo gruñido de desagrado y, sin detenerse a llamar, entró en una habitación. Eran unos aposentos hermosos, con una gran cama, un escritorio lleno de papeles perfectamente ordenados, además de numerosos libros colocados con mimo en distintas estanterías. Raphaël ignoró el costoso mobiliario y se dirigió directamente hacia la mujer que escribía de espaldas a él.
Hincó una rodilla en el suelo.
—Alteza…
—Buenas tardes, Raphaël —respondió la mujer, de largos cabellos rubios que llevaba sueltos sobre los hombros. La pluma rasgueaba el papel con elegancia—. Puedes levantarte.
Raphaël obedeció y contempló a la princesa antes de preguntar:
—¿Qué ha dicho vuestro hermano?
La joven tensó los hombros. Dejó la pluma a un lado y se volvió hacia él con un gesto de intranquilidad.
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—Mi hermano, nuestro rey —respondió con cierto retintín— ha decidido que si las actuaciones de Frollo tranquilizan al pueblo y, además, acaban con los demonios, mejor que mejor. El juez, por tanto, tendrá vía libre a partir de ahora si ya no aparecen más… Demonios.
Raphaël apretó los puños y ella le miró entornando los ojos.
—¿Estás seguro… de que eran demonios de verdad?
El joven asintió lentamente, a su pesar.
—Los vi con mis propios ojos y… Luché contra ellos. No se parecían a nada que haya visto nunca, alteza. Eran... terribles...
La princesa se incorporó y empezó a pasear por la habitación, acariciando el suelo con los bordes de su largo vestido.
—En ese caso… En ese caso no sé qué pensar. ¿Tiene Frollo razón, Raphaël?
Éste se encogió de hombros, sin saber qué responder.
—Sólo el tiempo lo dirá. Estaba convencido de que todo era una estratagema de Frollo pero… Lo de anoche…
Con un suspiro, Ana se cruzó de brazos y miró hacia las ventanas con un gesto de incomodidad.
—No quería pensar que los gitanos tuvieran nada que ver. Pero está claro que si no aparecen más demonios, Frollo tendrá razón. Y entonces...
No hizo falta que ninguno de los dos pronunciara en voz alta sus pensamientos.
En ese caso, nadie podría detener a Frollo. Y tras los gitanos, vendría cualquier otra persona sospechosa o enemiga del juez.
«Y del cardenal» añadió Raphaël para sus adentros con irritación.
Tendría que haber ido tras él. Tendría que haberlo protegido. Ahora estaría, sin duda, de parte de Frollo.
Tantas cosas habían salido mal…
Antes de que su señora lo despidiera, se preguntó si debía hablarle de Fiore. Aquella extraña muchacha y su compañero, de los que en un primer momento sospechó de ser aliados de Frollo… Pero no. Fiore, fuera quien fuera, no parecía estar del lado de nadie. Mejor no preocupar a Ana con más problemas.
Se marchó, dándole vueltas a lo ocurrido el día anterior. A pesar de que todavía le irritaba pensar en la temeridad con la que se había jugado la vida, rememoró su indómita mirada, la rebeldía de cada uno de sus gestos, y se sonrió para sí mismo. Tan joven y tan brava... ¿De dónde habría salido?
—Espero que esa fierecilla esté bien y se haya marchado sin problemas.
La sonrisa se evaporó de sus labios.
Porque las cosas en París parecía que iban a ir de mal en peor.
Y lejos del Palacio Real, en otro palacio mucho más oscuro, Frollo paseaba por delante del cardenal recién llegado. Sus heridas estaban comenzando a sanar, pero todavía estaba pálido y tenso por lo que había ocurrido en la catedral.
—Ahora se ha hecho justicia —le aseguró.
—¿Cómo sabéis que esos gitanos eran los responsables? —preguntó con sequedad.
Frollo suspiró. A veces era tan difícil hacer entrar en razón a la gente… Incluso si habían estado a punto de morir a manos de un demonio. Demasiado joven. Pero le necesitaba.
—No eran ellos —respondió, lacónico. Antes de que el cardenal pudiera responder—. Pero eso no importa. Todos sabían cómo convocar a esos demonios. Les he lanzado una advertencia —se volvió hacia él y con un gesto del brazo, la capa negra ondeó a su espalda. Su mano de blancos y largos dedos señalaba hacia la plaza de Notre Dame—. ¡Esto es lo que les espera si siguen atacando a los civiles. ¡Esto es lo que les aguarda por haber atentado contra la Casa de Dios!
El joven cardenal le miró unos instantes en silencio. Sin lugar a dudas rememorando cómo aquel monstruo había entrado en la catedral. Frollo se acercó a él y le puso una mano en el hombro:
—Os lo advertí, ¿recordáis? Que irían a por vos, porque sois un representante de Nuestro Señor. Y se atrevieron incluso a entrar en la sagrada Notre Dame… Su eminencia… —bajó la voz—. ¿No comprendéis de qué lado tenéis que estar? Necesitamos estar unidos para luchar contra esta monstruosidad. ¿O es que queréis que haya más víctimas? Pensadlo, ni en una iglesia estamos a salvo...No se detienen ni ante el Señor.
El cardenal alzó la mirada y dijo con gravedad:
—Tenéis mi colaboración, Frollo.
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—Bien —Frollo le dio la espalda—. ¡Y yo os prometo, Eminencia, que acabaré con todos ellos!
»La próxima vez me aseguraré de que no quedará ni uno.
Y una cruel sonrisa retorció sus labios.
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