"Sombras en el Amanecer" tratará principalmente sobre la Guerra de las Llaves Espada. La historia es anterior a Kingdom Hearts Birth by Sleep y ninguno de los personajes del juego ha nacido aún (xD), por lo que todos serán inventados por mí. Sin embargo, intentaré ceñirme a los sucesos referentes a la guerra que se han desvelado hasta ahora. También aviso de que el Fan Fic contendrá spoilers sobre el BBS.
Acepto críticas de cualquier tipo, tanto de escritura como de trama. Escribo porque me encanta y me gustaría mejorar, aunque sea a través de un Fic y no de relatos originales.
Y sin más, al lío
Sinopsis
Spoiler: Mostrar
Listado de Capítulos escribió:Los capítulos saldrán semanalmente, salvo casos en los que mi tiempo escasee, y que serán avisados con antelación.
Prólogo - The Beginning of the End
Capítulo 1 - Misión
Capítulo 2 - Errores
Capítulo 3 - Apariencias engañosas
Capítulo 4 - «¿Qué eliges?»
Capítulo 5 - Nuevas respuestas, nuevas preguntas
Capítulo 6 - Regreso a casa
Capítulo 7 - «Será nuestra promesa»
Capítulo 8 - Luz y Oscuridad
Capítulo 9 - The End
Epílogo - Caída en la Oscuridad
The Beginning of the End
Suspiró, cansada, y volvió a embobarse mientras miraba a través de la ventana el exterior. Hacía tiempo que se había acostumbrado al oleaje del mar que rompía contra las rocas y que, en numerosas ocasiones, empapaba sus cristales, además de a las rejas instaladas muchos años atrás. Lo peor de su cercanía al mar siempre fueron las noches de tormenta: nunca lograba pegar ojo.
Volvía a estar aburrida. Había acabado por cansarse de escribir y dibujar, sus pasatiempos favoritos, hasta el punto de desear no coger un lápiz más en su vida. Aunque en realidad, sabía perfectamente que al día siguiente retornaría con sus actividades.
Era una joven alta y albina, destacando por su cabello plateado, recogido en una fina trenza que caía por la espalda, y unos ojos escalofriantemente cristalinos. Pero si bien su aspecto ya podía llamar en exceso la atención, los conjuntos oscuros que solía vestir resaltaban aún más su palidez. Aquel día en particular, una sudadera gris y unos pantalones oscuros hasta las rodillas.
A pesar de los barrotes de la ventana, a simple vista su cuarto era una habitación como otra cualquiera. Tenía su propia cama, cómoda y mullida, como a ella le gustaba; un armario que ocupaba gran parte del espacio de la pared, aunque bastante vacío debido a sus pocas pertenencias; y un escritorio de caoba algo anticuado, donde solía pintar o escribir en los cuadernos que le procuraban.
La razón de su apariencia como celda se debía, por lo que le habían contado, a su anterior propietario: un Maestro chiflado al que le atormentaba la idea de que el resto de los portadores se aliaran en su contra y tramaran a sus espaldas la manera de derrocarlo. Así, se aisló del mundo y se encerró él mismo en su propia habitación. Murió solo poco tiempo después. Cuando ella llegó de niña, resultó ser una chica chillona y quejica, por lo que le asignaron el cuarto más apartado del resto, precisamente ése, para no tener que aguantarla. Habían pasado casi once años y aunque había dejado de gritar como una niña pequeña y mimada, para algunos seguía siendo igual de insoportable.
Tampoco es que le importara mucho la actitud de sus compañeros aprendices, pero en ocasiones no podía evitar sentirse un poco sola.
«Ese idiota…», pensó, recordando que quizá no estaba tan sola como creía. «¿Qué estará haciendo?».
Se levantó de la silla y sin nada mejor que hacer, salió de su habitación para encaminarse al cuarto de su vecino más cercano. Los pasillos de la residencia eran largos y semejantes, decorados con tapices que representaban antiguas batallas entre portadores, algunas de las cuales ninguno había oído ni hablar. El más fascinante de todos era seguramente el lienzo que colgaba tras el escritorio de la Maestra Kyra. Reflejaba la costa de la misma playa que veía por su ventana, donde un portador entregaba su arma al mar bajo una tempestad a la que no sobreviviría, como solía describír la Maestra. La historia oculta tras ese tapiz, sin embargo, nunca la había desvelado, si es que la conocía realmente o sólo aparentaba saberla para dejarles con una intriga que nunca saciarían.
Llegó a la puerta de la habitación de Dimitri y sin molestarse en llamar, entró. Su compañero estaba tumbado en la cama y sumergido en la lectura de un libro que, por el título que pudo entrever, era de lo menos interesante que podía caer en manos de cualquier persona. De cualquier persona, menos de Dimitri.
Dimitri era un muchacho robusto, aunque más pequeño que su amiga en todos los sentidos. Tenía el cabello cobrizo y revuelto, como si en vez de peinarse se pasara la mano por encima para enredárselo aún más. Nunca destacó por llevar prendas excéntricas o peculiares: intentaba pasar inadvertido, evitar siempre ser el centro de atención.
Se quedó varios minutos en el marco, esperando a que Dimitri se diera cuenta de su presencia. Estaba tan concentrado que ni había escuchado el chirrido de la puerta mal engrasada al abrirse. Pero mucho más pronto de lo que ella esperaba, empezó a sentirse incómodo y observado, por lo que desconectó y levantó la vista. Al contemplarla, pegó un brinco de la sorpresa. Las apariciones de su amiga siempre le resultaban inesperadas.
— ¡Anthea! —Exclamó—. ¿Qué haces aquí?
— Ver qué haces, bobo. ¿A ti qué te parece?
— ¿Y no podías llamar a la puerta como toda persona educada?
— Sabes que yo no soy de esas —rió, sentándose en la cama de Dimitri—. De las que se comportan de manera educada, digo.
Dimitri sonrió, sabiendo que no lo decía en serio. Cada vez que el Maestro Eleazar se hallaba presente, pobre de quien no se comportara correctamente, porque no era conocido por ser un instructor tolerante.
— ¿Crees que volverán pronto? —Abordó Dimitri, intranquilo al recordar al Maestro.
Anthea comprendía su impaciencia, aunque no la compartía. Por primera vez, los tres Maestros de la Llave Espada se habían marchado a un destino incierto, avisando a sus aprendices unas horas antes de la despedida, pero sin dar explicaciones del motivo. Estaban solos, sin nadie pendiente de ellos ni ningún modo de entrenar bajo algún tipo de supervisión. Y el hecho de que hubiesen partido juntos sólo podía presagiar que algo verdaderamente terrible debía de haber sucedido fuera.
— Su misión resultará mucho más fácil mientras permanezcan unidos —dijo Anthea, encogiéndose de hombros—. Tampoco será muy importante si no se han molestado en informar a nadie más, por si ellos no regresan… ilesos.
Tenía otra palabra en la punta de la lengua más acertada a lo que imaginaba, pero conociendo a Dimitri, sabía que se preocuparía mucho más si no le transmitía el mensaje de la manera más suave. Por suerte, lo había captado a la primera.
— Tienes razón. Al fin y al cabo, son Maestros. No tienen nada que temer—intentó convencerse a sí mismo Dimitri.
Anthea suspiró. Su amigo (en realidad, único amigo) siempre se preocupaba más de lo debido por cada situación que se le presentara, ya fuera por los entrenamientos, el futuro o cualquier otro asunto intrascendente. Algo a lo que por cierto, empezaba a acostumbrarse, y no estaba segura de que eso fuera nada bueno.
Si no tenía amigos se debía a que sus comentarios irónicos y a veces ofensivos, para algunas personas, solían molestar a los aprendices más que agradarles. Anthea no podía evitar ser así, ni estaba dispuesta a cambiar para complacer a los demás, por lo que se contentaba con Dimitri, la única persona que por increíble que le pareciera (incluso a sí misma), nunca se enfadaba por sus palabras. Quizá era demasiado inocente o, simplemente, no se sentía atacado como muchos otros.
Anthea se levantó y se acercó más a Dimitri. Éste vio venir sus intenciones y dejó que la muchacha le arrebatara el libro de las manos. La aprendiza observó de nuevo el título y la contraportada, antes de devolvérselo con una pícara sonrisa.
— ¿Cómo quieres aprender magia a base de memorizar la teoría? La práctica es mucho más importante, sobre todo en mitad de un combate. Además, las ratas de biblioteca no sobreviven mucho tiempo en una batalla real —declaró, con una sinceridad abrumadora.
— Pero para utilizarla, antes es necesario saber cómo crearla —debatió Dimitri—. Y dudo que tengamos un combate serio hasta dentro de mucho tiempo, así que mientras tanto puedo tomármelo con calma y prepararme bien para cuando llegue el momento. Tanto de forma teórica como de manera práctica.
— Lo que tú digas, pero montaré una fiesta el día en el que empuñes tu Llave Espada y te lances al ataque sin meditar antes una estrategia leída de antemano en un libro —sonrió—. Ya que mencionas la preparación, ¿te apuntas a una sesión de entrenamiento?
— ¿Sin los Maestros?
— ¿Por qué no? Practicar lo que ya hemos aprendido por nuestra cuenta también es un esfuerzo que se verá recompensado —argumentó Anthea, sabiendo que ésa era la única forma de convencerle.
Dimitri lo meditó durante unos instantes, pero finalmente, negó con la cabeza.
— No. La idea es tentadora… —Aseguró, aunque Anthea no llegó a tragárselo—. Pero me he propuesto leer hasta el capítulo cuatro antes de que acabe el día y sólo voy por el uno —Anthea puso los ojos en blanco, por lo que añadió rápidamente—. I-iré cuando lo termine, te lo prometo. Así podré practicar lo que haya leído, ¿no te parece?
— Haz lo que quieras. Estaré en la sala de entrenamiento, por si decides pasarte.
Salió de la habitación descontenta, pues había esperado una respuesta afirmativa de Dimitri. Entrenar sola era aburrido y monótono, por no hablar de los pocos resultados que obtendría.
Una vez llegó a la sala de entrenamiento, abrió la puerta y se dispuso a entrar cuando vio de reojo una mancha borrosa al otro lado del pasillo. Se giró con rapidez, a tiempo para ver desaparecer a alguien por una de las esquinas. Quizá por el hecho de no tener nada mejor que hacer en realidad, o porque de verdad le había parecido misterioso ver a un aprendiz corriendo entre aquellas cuatro paredes tan conocidas, decidió seguirlo y averiguar de quién se trataba.
Echó a correr para alcanzarlo y una vez giró la misma esquina por la que lo había visto desaparecer, lo vislumbró de nuevo entrando por una de las puertas que más alejada de ella estaban. Sólo cuando se acercó lo suficiente pudo percatarse de adónde conducía: la Sala de Reuniones.
Jamás había entrado allí. Estaba prohibida a los aprendices y era el lugar utilizado para recibir a los Maestros que visitaran su humilde residencia. Poco más sabía de ella, pues sus Maestros evitaban el tema todo cuánto podían, con la excusa de que acabarían viéndola tarde o temprano, una vez aprobaran el examen y dejaran de ser aprendices.
Tragó saliva y miró a ambos lados. No había nadie allí salvo ella. Ella, y el aprendiz que había entrado en la habitación prohibida, creyendo también que nadie lo veía. Seguramente se trataba de algún curioso que no había podido resistir la tentación de echar un vistazo al interior. Pero si él o ella había quebrantado la norma y le había salido más o menos bien, Anthea no tenía porqué privarse del privilegio de mirar lo que había también. Además, le encantaría averiguar quien era el afortunado que se había arriesgado a una buena reprimenda.
Anthea abrió la puerta. La sala era inmensa, decorada por más tapices inservibles y una mesa redonda alrededor de la cual había dispuestas unas diez sillas, a pesar de que Anthea estaba segura de que nunca habían tenido tantos visitantes a la vez, ni siquiera la mitad de los asientos que había allí.
Al otro lado de la mesa, estaba el intruso observando un lienzo que para desconcierto de Anthea, era igualito al que había en el despacho de la Maestra Kyra. Sin embargo, mayor fue la impresión de descubrir que la persona que había allí no era ningún aprendiz.
— ¿Quién eres tú? —Preguntó amenazante, mientras hacía parecer su Llave Espada en la mano derecha. Su llavero natural daba forma a la llave de espinas oscuras, enzarzando en la punta una media luna blanca.
El muchacho se giró, sorprendido por la aparición tan silenciosa de Anthea. Sin duda alguna, no se trataba de ningún aprendiz. Se conocían entre todos y aquella era la primera vez que veía a ese chico. Era algo más bajito que ella, quizá porque siempre había sido demasiado alta para su edad, pero indudablemente más mayor que Anthea, con una diferencia de tres o cuatro años como mínimo. Tenía el cabello negro, recogido en una delicada coleta a su espalda. Y si algo le llamó también la atención, fue la capa negra que vestía y que habría ocultado su cara si se hubiese molestado en subirse la capucha.
Enarcó la ceja, sin sentirse amenazado ante el arma.
— ¿Y quién tú?
— ¿Acaso no te enseñaron a responder a una pregunta sin evasivas? ¿O eres tonto por naturaleza? —Preguntó, con la intención de molestarlo. Sin embargo, en contra de todo pronostico, ni siquiera se alteró.
— No, ¿y tú?
— Tampoco. Bravo por la errónea deducción. Y ahora responde, ¿quién eres y qué haces aquí?
— Soy un pobre viajero que decidió dejarse caer —respondió, sin intentar sonar tan convincente como le hubiese convenido en tal situación—. ¿Acaso eso está mal?
— Está mal si llegas sin avisar, casualmente cuando se han marchado los Maestros y entras en una sala prohibida que ni te va, ni te viene. ¿Y te molestaste en llamar al timbre? ¡Lo dudo mucho! Seguro que ni se te pasó por la cabeza esperar a que los Maestros…
— No van a volver.
Anthea paró de hablar y miró extrañada al joven.
— ¿Cómo? ¡Y tú que sabrás!
El chico se encogió de hombros, aparentemente aburrido. Despacio, extendió el brazo y Anthea se preparó para lo peor, por si éste decidía atacar. Sin embargo, sus intenciones eran diferentes: abrió un portal a su derecha y dirigió una última mirada a la chica.
— No tengo tiempo para explicártelo. Lo comprenderás por ti misma cuando vuestros queridos Maestros no regresen jamás y entiendas que os habéis quedado solos.
Y sin más, penetró en el portal y desapareció. No obstante, Anthea no pensaba darse por vencida. Demostrando una vez más su impulsividad, saltó a una de las sillas, corrió por la mesa y se lanzó a tiempo para atravesar el portal, antes de que éste se cerrara.