Dejo tres nuevos relatos, que espero, sean de su agrado:
YUME NO NAKA E.
Sostiene su mano entre la suya, entrelazadas bajo las sábanas. Se aferra a ella, con fuerza y delicadez, para no caer, para poder continuar avanzando.
Abre los ojos y le contempla. Acaricia, con la yema de los dedos, su rostro, los desliza, suaves, sobre su dormida y pálida piel, con cuidado y ternura. Recorre sus facciones, enreda su cabello en su mano, dibuja el perfil de sus labios, que suspiran silenciosos, al ritmo de su respiración, que agita levemente su cuerpo.
Abraza su figura, la abriga y protege. Su corazón bajo su palma. Lo oye latir, con calma, tranquilo y feliz, acompasado y alegre. Sonríe, mientras siente su piel sobre entre la suya.
Busca sus pies y los rodea entre sus piernas. Acerca su cuerpo, pegándose a él, sintiendo su calidez, el aroma de sus sueños, el sonido de la noche que se funde con su vida.
La intensidad de sus sentimientos la embarga. Fluyen por su ser y afloran en cada célula, en cada partícula, vehementes y apasionados. Intenta decirle, en silencio, lo que siente, transmitirle ese torrente de emociones encontradas. ¿Será capaz de entenderlo? Su calidez se funde con la de su piel mientras un cosquilleo agradable y divertido la sacude desde dentro.
Cierra los ojos y, aún con su cuerpo entre sus brazos, se duerme, feliz por estar junto a él.
S.H.E
Si miras sus ojos, verás. Puede explicarte qué es la tristeza, hacértela sentir en tu propia piel, tan cruel y devastadora, tan real. El vacío que hay en ella aterra. Sus pupilas titilan en el aire, se estremecen al contactar con los demás. Su mirada desesperada choca con su realidad y, asustada, talvez, se oculta en el anonimato, arrullada por el silencio y la desesperación de su corazón, que late en sus ojos y muere en su boca, cansada ya de lamentar.
Ha perdido las ganas, el abatimiento, la tristeza, han ganado a la razón. Y sigue viviendo entre las sombras, perdida en mitad del olvido y la tempestad, loca de melancolía, ebria de soledad. Y los días pasan y ella, lentamente, camina hacia la muerte, sin temer. Porque cualquier cosa es mejor que este sentimiento que se ha apoderado completamente de ella. Porque la vida le es completamente indiferente y ya no sabe qué hacer.
En su mirar podrás contemplar la tristeza absoluta. Si te pierdes en ellos, jamás regresarás. Porque sus ojos abrazan y cautivan y te matan de desesperación. Y sus palabras son veneno que paraliza la sangre y los latidos del corazón. Ella podrá enseñarte la desolación humana, la pérdida de las esperanzas, de la ilusión. Pero jamás podrás vivir como ella, porque mientras respires, existirá una solución. Ella, en cambio, eligió vivir sin estar viva, alimentar los sentimientos negativos, vagar entre la existencia y la inconciencia y hacernos sufrir con su mirada atormentada, lacerada y aterrada, para llenarnos de miedo y terror, para devorar, pedazo a pedazo nuestra alma y quedarse con nuestro existir. Y así ella podrá seguir caminando hacia la muerte, sin poder alcanzarla jamás.
Innocence
La luz que se filtraba por la ventana la molestaba. Se revolvió, incómoda, entre las sábanas, tratando de volverse a dormir, pero aquella impertinente claridad no se lo permitió. Salió de entre el amasijo de mantas. El frío contacto de su piel con las losas del suelo la reconfortó. Entreabrió, cansada, los ojos y, en la penumbra y la confusión, trató de recordar. Nada de lo que había en la habitación le resultaba familiar, ¿dónde estaba? Y, ¿cómo había llegado hasta ahí? No lograba ubicarse ni tampoco era capaz de acordarse de qué había sucedido la noche anterior.
Con cierto temor naciente, confirmó que, yaciendo a su lado, se encontraba otro cuerpo. Desde donde se encontraba, de pie, junto a la cama, no podía reconocerle. Dio unos pasos por el cuarto. No era demasiado espacioso y tampoco encontró ningún objeto que le indicase de quién podía ser su acompañante.
Entonces cayó en la cuenta; había dormido vestida. Suspiró, aliviada. No sería la primera vez que… y la sensación que provocaba verse en tal situación le resultaba violenta y molesta. Tratando de no hacer ruido, recogió sus pertenencias, esparcidas por todo el lugar y, de puntillas, zapatos en mano, salió de la habitación.
Buscó a tientas el cuarto de baño y, sin mucha dificultad, lo halló, al final del pasillo. Se miró, confusa y somnolienta, en el espejo; la imagen que le devolvió dejaba mucho que desear; todo su maquillaje esparcido por su rostro, unas generosas ojeras formándose bajo sus párpados, cansados y su cabello totalmente revuelto. Se lavó la cara, tratando, en vano, de despertarse y trató de adecentarse lo mejor posible.
Cerró la puerta tras de sí y salió al exterior. Los tacones la estaban matando ¿cómo podía haber ido con ellos? A penas podía sostenerse; a su alrededor, todo daba vueltas, caminaba dando tumbos, sin conciencia, vencida y derrotada. Un punzante dolor de cabeza se apoderó de su mente, impidiéndole pensar con claridad. Estaba sedienta, se notaba los labios agrietados y tenía mucho calor.
Arrastrándose lamentablemente por la calle, localizó una parada de metro. Sonrió, feliz. Bajó los escalones que llevaban al interior de la estación, no sin dificultad. Una vez en el andén, subió al primero que pasó ante ella. No importaba a donde la llevasen, sólo necesitaba un lugar tranquilo para descansar.
Las paradas se sucedían frente a ella, que miraba, hipnotizada, como la gente iba y venía, mientras ella, sentada, los contemplaba, hasta que el metro la llevó a un lugar que conocía; la parada en la que siempre tenía que bajar.
Salió de bajo tierra y la radiante luz solar la dañó. Trató de protegerse los ojos, pero no era suficiente… Todo volvía a dar vueltas otra vez y su cabeza estaba a punto de estallar. Cruzó la calle y entró en un bar. Se sentó en la barra y, tras pedir un café, enterró su cabeza entre sus brazos.
Bebió a sorbitos el café, ardía y le sabía mal. El estómago, vacío desde hacia horas, no toleró la bebida y, corriendo, se refugió en el baño. ¿Qué había hecho la noche anterior? Daba igual, sólo quería llegar a su casa de una vez.
Caminó por las calles, mareada y cansada. Subió las escaleras y abrió el portal. Entró, a rastras, en su casa. Tiró los zapatos, se deshizo del bolso y abandonó la americana. Desesperada, arrancó la ropa de su cuerpo y se tiró en su cama, prometiéndose que jamás bebería otra vez, promesa inocentemente hecha, por que nunca supo qué hizo aquella noche, ni lo que hizo en tantas otras ocasiones posteriores.
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