Mickael llevaba ya unos cuantos días en aquella lejana tierra. Se había acostumbrado a medir el paso del tiempo en función del intercambio entre el Sol y la Luna en el firmamento. Aunque era la primera vez que los veía in situ, no era complicado comprender un mecanismo que Merlín ya le había comentado en su momento.
Durante todo ese tiempo, se había dedicado a entrenar con la maestra Nanashi; para la joven rata ahora aquella seria y respetable figura era el Merlín de aquel mundo, por lo que procuraba no separarse de ella cuando se movía por allí. Grande fue su sorpresa cuando se encontró con aquel pequeño ser que ya había visto en libros y que según su antiguo maestro habitaba en importante número en Ciudad del Paso, y le comunicó que tendría un entrenamiento conjunto con otro maestro.
Aunque si bien era cierto que se había acostumbrado demasiado a Nanashi, al igual que en su momento tuvo que cambiar a Merlín a su pesar, no le molestaba en gran medida tener otro referente, suponía que allí las cosas eran así, y lo importante era que estuviera lo mejor preparado posible.
Quizás le preocupaba más el hecho de que fuera conjunto: Mickael ya había podido echar pequeños vistazos al entorno y observar las distintas criaturas que allí se habían reunido para aprender el arte del manejo de la Llave Espada, había infinidad de seres, desde humanos hasta una pequeña criatura azul que no había visto ni en los libros de Merlín, por lo que el ser rechazado por su aspecto no le preocupaba. Más bien a lo que le daba vueltas era al como relacionarse con sus compañeros, puesto que no tenía experiencia alguna: lo más parecido a un amigo que tuviera fueran las ratas de su alcantarilla, y ellas eran mucho más que eso. Tampoco sabía como dirigirse a sus compañeros, se había acostumbrado a tratar a sus maestros respetuosamente, no era algo que le hubiera enseñado Merlín, sino más bien que él había aprendido por su cuenta, entre los cientos de libros que devoraba habitualmente; quizás debiera tratarlas como a las ratas.
Pasase lo que pasase, el joven seguía dándole vueltas a las cosas, tumbado en el suelo -pues no conseguía acostumbrarse a la mullida cama-, mientras el tiempo pasaba y a su puerta no parecía llamar nadie.