La verborrea de Ivan Kit martirizaba los oídos de Fátima una y otra vez, sin descanso. El chico bien podría haber estado diciéndole que el sol era de color negro, que Fátima habría asentido con desgana; a los cinco minutos de empezar la supuesta clase dejó de prestarle atención y se dedicó a contar con desesperación los eternos segundos que le quedaban de tortura.
Estaban en el dormitorio de Ivan, y en una pared se encontraba pegado con chinchetas un papel en el que el joven había escrito cientos de operaciones matemáticas, intentando hacerle entender los entresijos de la ciencia.
Fátima solo quería que la ayudara a practicar lo básico, es decir, sumas, restas y divisiones. Solo necesitaba eso y a partir de ahí estaba convencida de que podría apañárselas por sí misma para aprender de manuales las técnicas que necesitara, que suponía que no serían demasiadas.
Pero a Ivan no se le metía en la cabeza que ella era una chica de pueblo, que nunca en la vida había pasado de sumar cinco más cinco e insistía en demostrarle sus grandes conocimientos de la ciencia.
Todo empezó por una tontería. Mientras progresaba con lentitud en sus lecturas se dio cuenta de que debería saber algo más de finanzas. Si no la habían timado en los trabajos que ejerció en su mundo fue gracias a que memorizó el número de monedas que se le debían pagar y a que siempre se había movido entre personas a las que conocía y de las que sabía que podía fiarse. Pero, con terror, escuchó que para progresar como aprendiz había que jugar con grandes cantidades de dinero si uno quería conseguir buenas protecciones y armas.
Así que decidió que tenía que aprender.
Fue a la biblioteca y se puso a buscar manuales de matemáticas. Pero desconocía la gran mayoría, por no decir todas, de fórmulas que aparecían en los ejercicios y, deprimida, se quedó sin saber que hacer.
Entonces se le apareció el causante de su actual situación.
Fátima se quedó deslumbrada con Ronin, del que había oído hablar alguna vez. Este, de buen humor, le preguntó por qué estaba tan deprimida en un día tan bonito y, trabándose con las palabras, le explicó como pudo su situación.
Ronin se pasó una mano por la perilla y dijo:
—Me temo que yo no puedo ayudarte… Pero… ¿te interesaría que otro aprendiz te diera un par de clases?
Encantada, Fátima aceptó de inmediato.
“¿Por qué lo hice?” se preguntó, resistiendo el impulso de tirarse de los pelos.
Creyó que no podía haber gente más insoportable que la de su pueblo. Pero no. Ivan era el chico más pedante y engreído que había conocido jamás, lo cual era decir mucho. Y, para colmo de males, era un pésimo profesor.
“¿Tanto le cuesta ayudarme con un par de cuentas?”
Ya llevaban una semana de suplicio. Por suerte, esa era la última clase. Sin embargo, Fátima estaba demasiado quemada y harta de sus interminables discursos, de él, de que no le explicara lo que ella necesitaba saber. Y aunque solo habían pasado quince minutos desde que Ivan empezó a pasear de un lado a otro de la habitación, con un lápiz en una mano, gesticulando con la otra y deteniéndose de vez en cuando a escribir algo en el papel de la pared, Fátima sabía que explotaría de un instante a otro. Lamentaba que no fuera lo suficiente maleducada como para ponerse a hacer otra cosa frente a sus narices, aunque estaba segura de que Ivan, tan preocupado como estaba por su propio discurso, no lo notaría.
Cuando el chico empezó a hablar sobre algo de las derivadas de potencias, Fátima ni siquiera se preguntó qué demonios sería aquello, sino que tosió un par de veces.
—Perdona —se disculpó—. Estoy algo mareada —se aseguró de imprimir un tono lastimero a su voz. Si algo había aprendido de los siete días que llevaban viéndose era que no solo Ivan era un pedante insufrible, sino también un autoproclamado caballero que rescataba a lo que él consideraba damiselas en apuros. Sabía que si le ponía ojitos de cordero degollado interrumpiría la clase a pesar de que le encantara hacer eco de su infinita sabiduría—. ¿Te importa si salgo a tomar un poco el aire?
Lo que fuera con tal de no tener que soportar un día más su cargante cháchara.