Mientras los dos aprendices decidían qué hacer, una estrecha tartana oscura, reforzada y de aspecto amenazante, llegó al galope tirada por un caballo inmenso. Cuando el conductor tiró de las riendas y se detuvo cerca de los soldados, el silencio cayó a plomo sobre la plaza. Todas las miradas se clavaron en esa misma dirección. Incluso los niños sintieron que estaba pasando algo malo y dejaron de exigir una nueva función.
—El juez Frollo… —un murmullo de temor recorrió las bocas de los parisinos.
Una puerta se abrió y uno de los soldados comenzó a hablar con una figura fantasmal, de la cual no se llegó a vislumbrar más que el perfil, pues no salió de la oscuridad del interior de la tartana.
Las madres empezaron a tirar de las manos de sus niños y en cuestión de un minuto, los alrededores del puesto habían quedado completamente desiertos.
En ese momento salió de la parte trasera del puesto un gitano joven y lanzó algo rojo contra la tartana. Parecía que había pretendido acertar al hombre que viajaba dentro, pero falló por unos centímetros y el tomate reventó en el borde de la puerta.
Todo el mundo contuvo el aliento.
—Oh, Dios mío… —susurró alguien, santiguándose—. ¡Ha atacado al juez Frollo!
—Están muertos.
Un niño rompió a llorar.
Bruscamente, una mano esquelética surgió de la oscuridad y se ladró una orden.
Luego cerraron bruscamente la puerta y la tartana se acercó peligrosamente hacia donde estaban Sorkas y Hana pero, por suerte, pasó de largo. En ese momento los soldados desenvainaron las espadas y, entre los chillidos de los ciudadanos, se lanzaron contra el teatro, del que salieron a todo correr tres gitanos: el de la máscara, el joven que había lanzado el tomate, y un tercero al que no tuvieron tiempo de ver bien antes de que dos soldados lo sepultaran bajo sus cuerpos y arremetieran a patadas y puñetazos contra él. Un grupo de personas chocó violentamente con la pareja de aprendices, que estaban muy cerca todavía de la calle principal y, por tanto, en medio del camino al que se dirigiría la estampida.
El de la máscara salió corriendo a toda velocidad y el otro muchacho se arrojó contra la multitud que, horrorizada, se abrió para dejarle pasar, con tal mala suerte que tropezó con Sorkas y ambos cayeron hechos un amasijo de brazos y piernas.
—¡Quítate de encima! —gritó el gitano, arreándole un codazo en la mandíbula.
A Hana, en caso de que hubiera tenido intención de ayudarlo, la arrastraron hacia atrás pues la gente huía aterrorizada ante cinco guardias que se abalanzaban sobre ambos chicos. Finalmente la empujaron contra una pared y desde allí pudo ver cómo el joven que se había dirigido antes a ellos se calaba la capa y echaba a caminar con rapidez… en pos de la tartana, que se había marchado por donde Sorkas y Hana habían venido. La tartana del juez Frollo.
Por otra parte, el gitano consiguió levantarse, pero los soldados ya estaban casi encima de ellos y soltó una maldición mientras extraía un puñal de su ropa. Parecía ridículo al lado de las enormes espadas de los atacantes. Aun así no se arredró e, ignorando a Sorkas, esbozó una sonrisa de desafío:
—¿Os sentía valientes siendo cinco contra uno? ¡Qué grandes caballeros cristianos!
—Cierra la boca, gitano, y entrégate. Así no te haremos daño.
El chico miró hacia donde había estado su compañero. Los soldados parecían haber acabado con él y no quedaba más que un bulto inmóvil en el suelo. Apretó las mandíbulas con rabia.
El tiempo apremiaba a ambos aprendices. Hicieran lo que hicieran… Tenían que hacerlo ya.