Apretó el pergamino entre sus puños sintiendo cómo las uñas penetraban en su piel, pero sin ser capaz de percibir el dolor. Su cabeza latía, desolada, arrasada por la traición, blanca y desierta. No podía ser, no lo podía creer. Y quería gritar, desgarrarse el alma y llorar, llorar y llorar, hasta morir, hasta que no quedase nada dentro de él, vaciado y triste, sin nada que temer, sin nada que sentir. Todas las esperanzas rotas, sus recuerdos borrados, mojados por las lágrimas que, furiosas y llenas de vergüenza escapaban de sus ojos claros, la ira batiendo en su corazón marchitado, abandonado, sangre escapando de entre sus labios partidos, como suspiros lastimeros de un amor perdido.
Y esa noche rompió todos los juramentos sagrados; el dolor nublando su mente, haciéndolo enloquecer y, por unos instantes no sintió nada, ni sus manos cálidas sobre su rostro, su boca lamiendo sus heridas, ni su sonrisa tímida alentándolo, tratando en vano de consolarle, de mitigar aquella rabia que palpitaba en su interior, queriendo salir, escapar de su cárcel de honor y lealtad, arañar su piel hasta el suplicio, hasta perder la conciencia, hasta dejar de ser él.
Pero olvidó su nombre y su rabia y se meció entre sus menudos pechos, en la placidez de sus ojos castaños llenos de promesas y dulzura, calmando su sed, sus ansias de venganza. Por una noche fue otro hombre, otra persona diferente, alguien sin corona, sin nada más que el deseo corroyéndole las venas, palpitando en sus ojos oscuros de odio y rabia, de lujuria perdida. Y besó su piel, cada centímetro de ella, con desesperación, con ahínco, con el temor de despertar y volver a sentir esa opresión en el pecho, esa ira que rozaba con la locura. Quería seguir ahí, entre sus brazos, saborear sus sueños, besarle la boca, aunque le recordara otros labios prohibidos, locura adolescente, sentirla muy adentro, hasta fundirse y dejar de ser dos, hasta dejar de ser...
Ella era hermosa, no lo podía negar, con sus rizos de chocolate y sus labios de miel, pero aún así sus besos le recordaban a otros labios, furtivos e indómitos, que le habían traicionado tras dulces promesas que jamás volvería a creer, arrebatándole todo lo que le era querido. Y aquello era la peor de todas las sensaciones, saberse herido y vulnerable, consciente de su propia debilidad, de sus errores; y dolía, dolía hasta la extenuación, hasta la demencia que le envolvía y le sumía en un horrible letargo de furia, ira y odio. Y dejó de creer; no podían existir dioses tan crueles, tan sádicos como para torturar a alguien del modo en que lo estaban haciendo con él, en la manera en la que, con una sonrisa burlona, habían despedazado todos sus sueños, añicado sus esperanzas, arrebatado su familia, destruido su hogar; rey sin Norte, sin gloria ni perdón, sin casa ni hermanos, sin expectativas, sólo devastación en el lugar donde alguna vez latió un corazón.
Y, poco a poco, la culpa fue penetrando en su interior; él les había matado, su orgullo, su terquedad, al creer que Theon era diferente, que era su amigo, medio hermano casi, por haberle dado la responsabilidad a alguien tan voluble, tan impredecible, tan arrogante...
Los veía entre sueños, sus ojos le buscaban, sonreían, vacíos, muertos, le contaban viejos relatos de terror, con la voz queda, apagada, un susurro en la oscuridad, sus hermanos pequeños, a los que debería haber protegido, de los que habría de haber cuidado, muertos, muertos y sin enterrar, colgando sus cabezas en picas, con el rostro manchado de brea, calaveras macabras y alimento de los cuervos.
Y sólo entre sus brazos encontraba un poco de paz, el descanso que la noche le negaba, le liberaba del tormento de pensar, apartaba el recuerdo, acallaba las dulces risas llenas de inocencia rota de Rickon y Bran.
Jeyne siempre le trataba con amor y gentileza, pese a que sabía que no la amaba; lo podía ver en su rostro taciturno, en la seriedad de su mirar, en ese tono melancólico y lúgubre que empleaba. Y no podía hacer nada para cambiarlo, ella no podía llenar el vacío que otro había dejado. Sus ojos castaños llenos de luz eran preciosos, pero él ansiaba otro par de pupilas, negras, brillantes, incandescentes, que le mirasen con esa mezcla indefinible de sentimientos, que le hacían enloquecer, perder el dominio sobre sí mismo, sobre cualquier cosa. Su mayor pecado, su pesadilla perpetua, era haberle amado, haberse entregado a él, poseedor de su alma, conocedor de su ser. Sólo con esa sonrisa de medio lado, tan llena de arrogancia y soberbia, le hacía estremecer, sentirse pequeño e indefenso, de una manera que Jeyne no lograba. Borraba todo cuando conocía, envenenando su mente con su mirar, dejándolo a su merced. Y no le había importado, pues en él había hallado la felicidad que ahora suplicaba entre susurros secretos, murmullos que sólo la noche podía escuchar. Y sus labios se perdían entre otros, pero en su interior sólo quería sentir a Theon, su risa maliciosa y divertida, sus ojos llenos de un brillo indescifrable, medio amor y lujuria, peligrosos, oscuros, deseo de devorarle la piel, de penetrar hasta su alma, hacerle gritar de placer.
Y ya no dormir, porque al cerrar los ojos sólo veía su sonrisa, su rostro y el lejano sonido, perdido casi en el olvido, de los nombres de aquellos que, por su traición, jamás volvería a ver. Y la culpa se mezclaba con la ira, con el odio y el extraño amor que sentía, que le hacía querer perder la consciencia, abandonarse para siempre, dejar todo atrás y regresar a su lado, al único lugar en el que se sentía seguro, feliz. Y esos pensamientos vagaban por su mente, torturándole, puñales retorciéndose en sus entrañas, frío corriendo sobre su piel perlada de sudor. Y se sorprendió al darse cuenta de que no podía perdonarle, de que era el Rey en el Norte y él un rehén traidor al que debía matar, aunque aquello doliese más que su propia muerte, más que todo, pues él se había hecho con su vida y, sin él, ya no le quedaba nada.