—Me encantaría poder interrogarte largo y tendido, pero me temo que tenemos un poco de prisa. Así que espero que respondas rápido y sin ponernos problemas, ¿de acuerdo? —sonrió Ronin, clavando su Llave Espada en la arena y entornando su único ojo en dirección a Barbariccia.
La mujer apretó los labios y dirigió una fugaz mirada a su deforme e inconsciente compañero antes de asentir rígidamente. Estaba de rodillas, todavía empapada, frente al Maestro de Maestros y su postura era de completa tensión. No se atrevería a moverse ni a atacar con Ronin tan cerca. Parecía ser muy consciente de que su vida pendía de un hilo.
Satisfecho, Ronin asintió y se pasó una mano por el mentón.
—¿Quiénes sois? ¿Qué tenéis que ver con Chihiro? ¿Y para qué queréis a esa serpiente gigante?
Barbariccia respiró hondo y se apartó después un largo mechón de cabello del hombro. Incluso pálida y cansada, ahora que podían verla de cerca era, indudablemente, hermosa. Si no fuera por ese brillo de odio que desprendían sus ojos, casi habría parecido algún tipo de hada sacado de cuentos antiguos.
Pero no era un hada, al menos que ellos supieran, y Hana y Jess podían dar fe de que era muy peligrosa. Sólo gracias a Halia habían conseguido sobrevivir.
—Nosotros somos simples sirvientes de ese hombre al que os enfrentasteis, llamado Zande. De él y de otros tantos —Barbariccia guardó un momento silencio, recorrió a los aprendices con la mirada y terminó por agacharla ante el ojo de Ronin, que aguardaba en un hostil silencio a que continuara. Se humedeció los labios—. Se hacen llamar «Villanos Finales».
Ronin arqueó una ceja y por un momento pareció que iba a hacer alguno de sus comentarios jocosos. Pero finalmente se limitó a esbozar una sonrisa afilada y asentir con brusquedad.
—No tenemos nada que ver con esa mujer. Simplemente vino a negociar con nosotros durante la travesía. De alguna forma, sabía quiénes éramos. Quizás nos escuchó. O vio a través del hechizo de Zande. No lo sé. Con esos poderes, cualquier cosa es posible. Nos ofreció ayudarnos a capturar a Leviatán a cambio de que acabáramos con vosotros. O, al menos, os distrajéramos—alzó las comisuras de los labios y se encogió de hombros. Después continuó hablando. Parecía dispuesta a cantar largo y tendido, por lo que parecía. Debía valorar mucho su vida. O tener poco cariño por sus superiores, quién sabía—. Debió saber desde el principio que era imposible que lo lográramos.
»En cuanto a Leviatán… No tengo ni idea de porqué debíamos capturarlo. Es algo que nos ordenaron desde arriba. Nosotros dos acompañábamos a Zande y nada más. Pero parece que nuestro jefe no estaba muy interesado por él—añadió con cierta acidez.
Ronin pareció sopesar durante un momento las respuestas de la mujer. Después asintió, al parecer conforme con ellas, y dio un paso al frente, haciendo que ella se pusiera en tensión. El Maestro de Maestros le puso una mano en el la cabeza y extrajo una pluma de cristal que reflejaba la luz del sol de sus cabellos. La observó a contraluz y se la guardó en el interior de la túnica. Después su sonrisa se amplió mientras preguntaba:
—Ya veo que tenéis llaves-objeto. Eso es interesante. ¿Quieres decirme dónde habéis montado vuestra guarida?
Barbariccia empalideció más, si cabía, y tragó saliva.
Los aprendices siguieron a Ronin, que avanzaba meditabundo frente a ellos, hundiéndose en la suave arena de la playa. Parecía algún tipo de broma pesada que frente a ellos se extendiera una vista paradisíaca mientras que, a sus espaldas, se encontraba le esqueleto de lo que hasta entonces había sido un floreciente pueblo de piratas libres.
Se dirigían por tierra hacia el peñón donde habían estado luchando Hana y Jess; al otro lado estaba Leviatán. Ana Lucía ya se había dirigido hacia aquel lugar antes de que empezaran a interrogar a Barbariccia, y ahora Ronin había dicho que quería ver cómo se encontraba aquel bichejo antes de ir tras Chihiro. De todas formas, parecía que no irían a ningún lado sin las sirenas…
Los aprendices seguramente tendrían muchas dudas, pero el Maestro había abierto una gran distancia entre ellos, lo cual indicaba que no tenía demasiadas ganas de hablar. Por lo que sólo les quedaba comentar entre ellos lo que habían visto y oído. Sin duda, además, estaban cansados, y la idea de continuar adelante sin descansar o tomar un mísero bocado de pan debía de hacérseles insoportable.
Pero el tiempo corría en su contra.
Rodearon por fin el peñón y pudieron ver que las sirenas habían arrastrado la parte superior de Leviatán a la orilla, mientras se ocupaban denodadamente de sus heridas. Chapoteaban en torno a su cuerpo, cubriéndolo de algas y gritándose entre ellas en su extraño y siseante idioma. Ana Lucía estaba junto a la cabeza de la inmensa criatura, que respiraba trabajosamente y mantenía los ojos abiertos. Sus pupilas se clavaron en el grupo de Caballeros cuando se acercaron.
Contemplado a tan poca distancia, era impresionante. Uno solo de sus colmillos sería tan grande como Malik.
—Galatea dice que está débil, pero que podría sobrevivir con mucho reposo—dijo Ana Lucía, con un tono seco e impaciente, acercándose hacia ellos. Estaba claro que quería partir de inmediato y no preocuparse más por aquella criatura. Cargaba bajo el brazo la caja con los cálices y tamborileaba nerviosamente los dedos sobre su superficie.
Ronin, sin embargo, había comentado que quería hacerle algunas preguntas.
Los aprendices, si tenían valor, podían acercarse y preguntar también. Galatea estaba sentada junto a la cabeza del gran dragón, con las olas lamiéndole la parte inferior del cuerpo, y acariciaba lentamente sus escamas. Dirigió sus tristes ojos hacia ellos y se quedó en silencio, esperando.
Los aprendices, entre tanto, seguramente no podrían quitarse de encima la imagen de Barbariccia y su compañero petrificados, convertidos en piedra por la magia que Ronin había aplicado sobre ellos.
—¡Volveremos a buscaros, si no morimos! ¡Así que yo que vosotros, rezaría porque vuestro jefe no sea muy fuerte! —había comentado el Maestro de Maestros, antes de ejecutar el hechizo.
Barbariccia se había quedado inmóvil antes de levantarse en un amago de huir. Su bello rostro estaba contraído en un gesto de rabia.
La respuesta que la mujer había dado a la pregunta del Maestro todavía resonaría en sus oídos, mientras decía con una sonrisa desafiante:
—Bastión Hueco.