—Esto es un asco…
Fátima removía con desgana el estofado de su plato. Harun, sentado sobre la mesa, seguía con los ojos el hipnótico movimiento de la cuchara, que revolvía los ablandados trozos de carne. La salsa se estaba quedando helada y el dragón agitaba los bigotes con nerviosismo e irritación: odiaba la comida fría. Fátima se dijo que debería estar pendiente de que no intentara calentar el estofado con un par de llamaradas, no le fuera a quemar los dedos otra vez.
Pero, en vez de vigilar al dragoncito, apoyó la barbilla en el dorso de una mano y dejó de prestar atención al plato. El comedor todavía estaba en proceso de llenarse y, aunque Fátima había previsto acabar rápido para volver a su habitación, al final se había quedado mirando a la nada, sumida en las turbias reflexiones que no la dejaban descansar, y se le había pasado volando el tiempo.
Desde hacía un par de días no le entraba nada en el estómago y lo poco que comía le sentaba mal. Había perdido casi por completo el apetito y eso le preocupaba, porque nunca había llegado a tal estado de apatía. En Port Royal la misión la había mantenido relativamente ocupada y no había tenido tiempo para que esa semilla de miedo que se le había implantado en el cuerpo echara raíces. Pero desde que regresó a Tierra de Partida había tenido mucho tiempo. Y el ambiente general, después de todo lo ocurrido en la Red, no era precisamente distendido. Era como vivir en medio de un funeral perpetuo. La tensión era desagradable, violenta y siempre parecía a punto de estallar. Se iniciara la conversación que se iniciara, siempre acababa en lo mismo: guerra. Ronin. Ryota. Bastión Hueco.
¿Habían hecho bien o mal?
No tenía ni idea.
Pero, como había transcurrido un tiempo y no se había dado ningún asalto de Bastión Hueco, al menos no de forma directa, Fátima había empezado a calmarse. Sólo un poco. También porque había otro asunto que le traía muchísimo más de cabeza.
Tenía la impresión de que había algún dios con un truculento sentido del humor dispuesto a recordarle que lo suyo era antinatural cada vez que pensaba que podía empezar a olvidarlo.
Se mordió la lengua para contener un grito de frustración y las ganas de romper a llorar otra vez. Y recordó con viveza sus palabras.
«Oye, si me buscas... No uses mi nombre, ¿vale? Si Andrei no aparece no quiero que se sepa dónde estoy. Búscame como... Clío. ¿De acuerdo?».
Hizo un gesto agrio. Qué bienintencionada se había mostrado con ella. No sabía qué le daba más asco, si ser tan mala persona o el mero hecho de sentirse mal por… Por su existencia. Realmente había querido ayudarla, había querido comprender más de ella. La noche que volvieron de la Red se acostó pensando que tenía que ir a buscar a… a Clío —era un alivio que tuviera otro nombre. En cierta manera, siempre había sentido que se lo había robado. A pesar de que la pobre no tenía culpa de nada— para ayudarla y escucharla en todo lo que fuera necesario. Se sentía responsable, a pesar de que estaba claro que sabía apañárselas. Pero no podía evitarlo. ¡Sólo tenía días y acababa de salir de un maldito ordenador!
Eso era lo que pensaba al principio. Pero, desde que viajó a Port Royal empezó a pensar. A darle muchísimas vueltas. Tantas que comenzó a sentirse enferma.
El mundo era injusto, que era cruel. No podía creer que precisamente, de entre todas las personas habidas y por haber, hubiera sido ella la que tuviera que haberse encontrado con un doble femenino.
Esa persona, Clío, era lo que podría haber llegado a ser si las cosas hubieran salido correctamente. ¡Por dios, si tenía más talla de pecho de la que ella se habría atrevido a soñar nunca!
Pero algo se truncó por el camino y terminó por nacer como era. Un hombre desesperado por ser una mujer. Sonrió de medio lado con amargura. ¿Podía haber algo más irónico? Sabía que había muchas mujeres que darían un brazo por poder tener los privilegios de un hombre.
Harun emitió un curioso sonido, mezcla de ronroneo y silbido, y se restregó contra su brazo. Fátima le acarició la cabeza.
—Tranquilo. Ya se me pasará.
En realidad no estaba convencida de que fuera a ser tan fácil. Había tenido períodos parecidos —aunque nunca desde que llegó a Tierra de Partida—, pero no tan agudos. Y es que desde que ocurrió lo de Andrei, todo había ido desmoronándose sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Lo sucedido la obligó a plantearse seriamente que su fachada era algo temporal, que no duraría para siempre, que pronto dejaría de parecer una niña, por afeminada que fuese. Y que, tarde o temprano, los demás se darían cuenta. Sobre todo pudiendo compararla con una mujer de verdad.
No sabía cómo afrontarlo. No sabía qué tenía que hacer.
Suspiró.
Debería darse prisa, antes de encontrarse con él.
Odiaba esquivarle así. Sabía que se daba cuenta y, aunque no era la persona más expresiva del mundo, se notaba que estaba confundido. Era normal. Debía pensar que había hecho algo mal y Fátima no sabía cómo hacerle ver que él no tenía la culpa de nada.
Lo único que estaba mal era ella.
Era más consciente que nunca de su género, y de que había gente a la que no se atrevería a mirar a la cara si lo supiera. Le aterrorizaba cometer cualquier error, que la ropa no fuera suficiente para ocultar su verdadero aspecto, que le cambiara la voz, que en un entrenamiento el sudor le marcara demasiado el cuerpo. Así que empezó a dejar caer los entrenamientos con Malik, por mucho que los disfrutara, y luego evadió las clases en las que pudiera coincidir con él.
¿Por qué a él y no a Nadhia y a los demás?
Fátima sonrió con tristeza. El abrazo de la Red la había hecho muy feliz, pero, reflexionando, hizo que comprendiera que no podría levantar cabeza de nuevo si la mirara con asco. Él de entre todas las personas.
Apartó el plato de estofado, dándolo por perdido, y fue a incorporarse cuando se quedó de piedra al ver que Malik avanzaba por el pasillo de entre las mesas en su dirección.