Abro la puerta y entro en el local. Estoy asustada, tengo mucho miedo. Camino, deprisa, tratando de pasar inadvertida entre la gente. Pregunto por el baño y, a toda prisa, me dirijo hacia donde me indican.
No hay nadie. Suspiro. Parece como si la tensión se aliviase por un momento. Intento tranquilizarme mientras entro en el cubículo. Cierro tras de mi, echando el cerrojo.
El corazón me late, debocado, aterrado, como si fuese a estallar, romperse en mil pedazos o huir de dentro de mi pecho, agitado. Ya no hay nada que pueda hacer; ahora toca esperar.
Los minutos se suceden, densos, pesados. Oigo ruido, música, conversaciones entrecortadas, risas, palabras animadas. Y mi corazón. Tengo el pulso acelerado, siento mi cuerpo temblar, congelado. Los nervios se apoderan de mí y se mezclan con un miedo profundo y tenebroso, que me paraliza, desde lo más profundo de mi persona.
Poco a poco el pequeño recuadro va tomando color. Primero es tenue, casi inapreciable, pero va formándose, ante mis ojos, hasta convertirse en rosa. El mundo se desmorona. Mi mundo se desmorona.
Todo está borroso. Caigo, de rodillas, sobre las frías baldosas del baño. No puede ser verdad. No es verdad. Esto no me pasar. Intento ignorarlo, pero ese cuadradito rosa se ha grabado en mi mente, a fuego, a sangre y dolor, y sé que será para siempre. Algo así no lo podré olvidar. Rodeo con los brazos mi torso, y oculto entre las manos, desgarradas, mi rostro. Y lloro, sin control.
Tardo un rato en tranquilizarme, pero consigo volver en mí. Me levanto y trato, infructuosamente, de adecentarme. Pero no me siento preparada. No tengo fuerzas ni voluntad para salir, para poder enfrentarme a eso. Sigo aterrada. Ese cuadradito rosa me atormenta, persiguiéndome a cada instante, apuñalándome, abrasándome, hundiéndome en la más profunda desesperación, me hiela la sangre, me paraliza la mente y hace brollar lágrimas desconsoladas de mis ojos.
Salgo a la calle. Nadie se fija en mí y lo agradezco. Intento aparentar tranquilidad, mostrándome como debería ser: una joven estudiante de regreso del instituto. Pero sé que no soy la misma. Nunca lo volveré a ser. Han cambiado muchas cosas en tan sólo unos instantes. He pasado de tenerlo todo a no tener nada… Absolutamente nada. Y me siento tan atormentada… Quiero morir.
Entro en casa. Papá y mamá aún no han llegado. Saludo a Enrique que está haciendo los deberes en el salón. No nota nada. En verdad ¿qué debería notar? Es tan pequeño e inocente aún… Desearía ser como él, estar sentada a su lado, haciendo las mismas tareas, despreocupados, sinceros y puros. Pero no puedo volver; aquellos tiempos ya han pasado y de la niña que fui ya no queda nada. Mis recuerdos se desmoronas, se esparcen como cristales rotos. Me refugio en mi habitación.
El sol acaricia mi piel. Por primera vez en semanas, sonrío. Parece mentira que sea capaz de hacer algo tan simple. Me siento en la silla, ante el escritorio. Hundo mi rostro entre los brazos, cruzados sobre el mueble, abatida, derrotada; vencida y cansada. De repente una idea prende en mi mente. Me quedo quieta, pensando… ¿sería capaz…?
No estoy muy segura de poder entender mis propios pensamientos; huyen, resbaladizos, se funden, me confunden, se ríen de mi. Pero algo va formándose.
Sí, es lo mejor. Debo hacerlo. Es lo único que puedo hacer. Defenderé mi vida, tal y como fue; la recuperaré. No importa qué deba hacer; no perderé. No dejaré que nada me arrebate todo lo que me pertenece. No lo haré. Lucharé. Estoy decidida.
Me levanto, orgullosa, conciente de que todo volverá a la normalidad; sólo es cuestión de tiempo. Sonrío, feliz. Sí, eso es. Exactamente es lo que debo hacer. Estoy segura. Tan segura que me embarga la felicidad, se extiende como un ala protectora dentro de mí. Me embriaga de tal modo que estallo en carcajadas. Tan fuertes que me convulsionan, me reducen al suelo. Paranoica, loca de alegría. Pero no importa, ganaré.
Respiro hondo e intento tranquilizarme. Las risas van sofocándose, apagándose hasta desaparecer, disueltas en el aire, llevadas por el viento. Me siento nuevamente y, decidida, firme, cojo una hoja en blanco. Escribo en el margen la fecha de hoy y, con pulso resuelto, redacto:
“Querido nadie:
Nunca sabrás quién eres, ni quién soy yo. Eres un secreto, mi secreto. Y nunca nadie sabrá que, en algún momento, exististe.
Yo no te quiero. No puedo quererte. ¿Cómo querer aquello que es extraño? Lo siento, no puedo tenerte, lo siento muchísimo, de veras.”
Las lágrimas brotan de nuevo, silenciosas, y mojan el papel.
“¿Por qué tenerte si no debo? No quise darte la vida; fue un accidente. No sé quien te engendró dentro de mí, pero yo no lo deseé. No puedo. ¿Lo entiendes, pequeño? Ahora estás dentro de mí, creciendo, multiplicándote. Tengo que detenerlo. Debo recuperar la normalidad. Mi vida y la tuya no son compatibles. Si hubieses sido querido…
Me gustaría verte, tus ojos, tu sonrisa. ¿A quién te parecerías? Tenerte entre mis brazos, acurrucado en mi regazo… Cuidarte, quererte, mimarte, protegerte, entregarte mi corazón, para siempre. Pero no debo… pero no soy capaz de hacerlo. Me hundo y lloro. No puedo hacerte esto ¿Qué culpa tienes tú, pequeño nadie? No, nadie no. Eres alguien… mi pequeño bebé… Mi hijo”
Las gotas resbalan, suicidas, por mis mejillas. Lo tendré. Debo tenerlo. Siento que es algo que debo hacer. Acaricio mi vientre; sigue liso, aún. Está cálido, es una sensación agradable, tierna, dulce. Y el miedo se difumina y atenúa. No importa lo que pueda pasar; nunca más estaré sola. Hay alguien creciendo en mi cuerpo, que forma parte de mi vida y que depende de mí, que me necesita. Y llorando aún, escribo el final de esta carta al futuro.