Capítulo 11
Títeres
Había atardecido. Las calles y los muros de la ciudad tomaron un color dorado que iría desapareciendo a medida que se escondiera el Sol, juntamente a los viandantes que ocupaban las calles y plazas, y que poco a poco volverían a sus moradas para dar la bienvenida a la negra noche.
Fue entonces cuando una de las grandes puertas de Marlenia que daban al exterior se abrió para recibir a los guidarios que llegaban de una nueva expedición en busca de los fugitivos. Sin resultados, otra vez.
Los soldados avanzaban en orden y con diligencia hacia el cuartel. Delante de todos, guiando a sus camaradas, se encontraba el jefe guidario, Krauss De Tenebrae. Imponente más que ningún otro, el chico, nada más llegar al edificio, dio un par de indicaciones al escuadrón y se separó de ellos. Recorrió diversos pasillos y subió varias escaleras para, finalmente, llegar a su despacho.
Era un sitio acogedor y tranquilo y le servía para perder de vista durante unos instantes a la gente que le requería a todas horas. Se apoyó en su mesa, donde a veces tenía que ocuparse de alguna que otra pila de papeleo, y, por fin, se tomó un respiro. Se apartó su pelo rubio de la frente, que se aferraba a ella a causa del sudor, cerró sus ojos azules y se los frotó con cansancio. Alguien llamó a la puerta, por lo que tuvo que asumir que su tregua había llegado a su fin.
Se trataba de un guidario con bastante reconocimiento y muchos años a sus espaldas. Era alto y flaco, con el pelo largo hacia atrás que terminaba en una cola. Tan negro como el azabache, su tez era pálida y su mirada imperturbable. Había perdido un ojo, por lo que llevaba un parche en el ojo izquierdo. A pesar de su aspecto sombrío era uno de los hombres de confianza de Krauss, y aunque nunca fue muy dado a largas conversaciones, el jefe pero joven guidario se había ganado su respeto. Tenacidad, discreción y lealtad, esas eran las grandes virtudes de aquel veterano, Duncan.
―¿Alguna novedad acerca de los fugitivos, señor?
―Nada de nada, y mira que hemos trabajado muy duro desde el día de su fuga ―y era verdad, habían trabajado muy duro. Pero Krauss ya se había encargado de no pudieran encontrarlos, no obstante había cosas que ni a sus hombres de confianza podía revelar―. A estas alturas es imposible que sigan con vida, mañana haremos la última ronda.
Se hizo silencio durante unos instantes. Desde luego Krauss sabía de sobras que, como jefe guidario, sus sentimientos y emociones debían permanecer al margen, y de hecho lo cumplía a la perfección. Duncan también, por lo que en ningún momento, y conociéndole, esperó que el veterano mencionara el tema de su hermana, Alexia.
―¿Alguna novedad en la ciudad durante mi ausencia?
―Nada nuevo sobre la desaparición del alcalde, señor.
―¿Nada nuevo? Hace ya más de un par de semanas que desapareció, esto no es bueno. Tendremos que abrir otra vía de investigación... o lo que sea ―conluyó frotándose la barbilla, pensativo―. No obstante ya han sido datadas unas nuevas elecciones, ¿no es así?
―Sí, de hecho venía a traerle la relación de las nuevas candidaturas que aspiran a la alcaldía ―dijo mientras le acercaba un pergamino con una gran lista de nombres.
Krauss la leyó atentamente, pero sin mucho esmero. Básicamente eran los mismos candidatos de siempre, mayoritariamente nobles que aspiraban a hacerse con el poder y consolidar su estatus y reputación. Obviamente ver el nombre de ella escrito en la lista no fue ninguna sorpresa para el guidario, Arlene Liechenstein. Una mujer de las más importantes y con más influencia dentro de la aristocracia de la ciudad, una candidata con una victoria prácticamente asegurada, pero también la madrastra de Sho, uno de los fugitivos.
―La victoria de la señora Liechenstein está prácticamente asegurada.
―Entonces… ―se levantó de la mesa donde estaba apoyado―. Será mejor que le haga una visita.
―¿Ahora?
―Sí, ahora. Debería comunicarle que mañana haremos la última ronda… era su hijo al fin y al cabo. Sabiendo que será la nueva alcaldesa es una buena ocasión para tantear el terreno, ya conoces a los aristócratas, no los tengas en tu contra ―se dirigió hacia la puerta y le puso una mano en el hombro de su camarada―. Te dejo el resto por hoy, Ducan ―se despidieron cordialmente y abandonó el edificio todavía con la armadura puesta.
El cuartel general no estaba lejos del barrio residencial, por lo que no tardaría mucho en llegar a pie a la majestuosa casa de los Liechenstein. Sin embargo, y contrariamente a lo que le había dicho a su subordinado, esa última visita en el orden del día le disgustaba de sobremanera. Algo le decía que no sería un encuentro agradable.
Estaba fatigado, desde la noche de los fuegos caídos el trabajo no había dejado de aumentar sin descanso, le desbordaba. Por si fuera poco, el ambiente en casa no estaba mucho mejor. Su madre no había sido capaz de encajar la desaparición de su hija Alexia, y su padre, aunque no lo exteriorizaba del mismo modo, tampoco se hallaba en mejores condiciones.
A todo este infortunio se habián añadido la misteriosa desaparición del alcalde y el inminente ascenso de Arlene al poder. Krauss lo sabía, después de tanto tiempo el alcalde sólo podía estar muerto, y aquello había sido un acto perfectamente premeditado, sin ninguna pista que permitiera siquiera avanzar en la investigación. Tan solo uno de esos aristócratas podía ser tan asquerosamente retorcido, y la principal beneficiaria no era otra que la mismísima Arlene Liechenstein. Eso no era casualidad, el jefe guidario lo tenía asumido.
Absorto en sus pensamientos, sus piernas le llevaron hasta la plaza donde se encontraba su destino, delante de él se encontraba una solemne casa que destacaba por encima de todas las demás. Fue entonces cuando se percató de dos personas que acababan de salir de ella y que ahora se dirigían hacia él.
―¡Vaya una coincidencia! ¡El jefe guidario!
―Caprichos del destino.
El primer hombre era el señor Ron, uno de los nobles más ilustres de toda Marlenia y seguramente el más rico de todos. Se acercó rápida y alegremente hacia el guidario para darle la mano. Con la otra, como de costumbre, estiraba finamente su bigote con los dedos una y otra vez. Era un tipo bajito y vestía un traje verde que resaltaba aún más su enorme panza que rebotaba feliz sobre sus pasos.
El otro hombre le siguió y se situó al lado de Ron, pero no hizo siquiera el ademán de darle la mano. Era bastante más alto que su acompañante, puede que incluso más que Krauss. Su peinado era insólito, su cabello puntiagudo y oscuro, sin embargo en los laterales unas canas delataban ya su adelantada mediana edad. Su rostro tan arrogante como siempre. Se trataba de Byron. Su poderío real no era para nada comparado a la del primero, pero sí gozaba de bastante reputación entre el pueblo, y su prestigio como espadachín nunca era puesto en entredicha.
―¿Todavía trabajando? ―preguntó Ron alegremente.
―Así es, de hecho iba a hacerle una visita a la señora Liechenstein ―respondió con una sonrisa.
―A la futura alcaldesa, ¿eh? Bien, bien. ¡Justamente nosotros salíamos de su casa! Supongo que tienen muchos asuntos que tratar.
―De hecho… iba a informarle sobre la situación de su hijo ―aunque era verdad, ése era solamente un pretexto para investigar ―No son buenas nuevas.
Se quedaron callados durante unos instantes, Ron bajó la cabeza mientras seguía peinándose el bigote.
―¡Ay, pobre muchachito! ―se lamentó.
―A estas alturas ya la habrá palmado ―dijo Byron con media sonrisa―. Era un pusilánime al fin y al cabo. La verdad es que como aprendiz era un fracaso…
―¡Byron, por favor, es usted un cínico! ―exclamó el otro horrorizado.
Ron, avergonzado por los comentarios de su compañero, se dio prisa en despedirse. A Krauss le importó muy poco, de hecho incluso agradeció los desafortunados comentarios del maestro que hicieron más breve la intromisión.
Se acercó al majestuoso portal de la casa y llamó a la puerta. Al cabo de un rato se abrió lentamente. El joven esperaba encontrarse con un criado cualquiera, sin embargo frente a él se encontraba la mismísima Arlene. Como de costumbre, tenía su oscuro cabello recogido en un elegante rodete acompañado con un adorno dorado y llevaba un vestido rojo lleno de decoraciones y refinados ornamentos.
―El jefe guidario ―murmuró arqueando una ceja, mientras terminaba de abrir la puerta―. Pase, por favor.
Le condujo desde el recibidor hasta un lujoso salón donde solían recibir los invitados. Una pequeña mesa de diseño presidía la habitación, rodeada por dos sofás de diseño y un majestuoso sillón. Una magnífica librería cubría gran parte de la pared juntamente a diversos cuadros y retratos.
―Siento importunarle a estas horas ―se excusó con tono sereno―. ¿No se encuentra el señor Danz en casa?
―No, no volverá hasta mañana por la mañana, tiene asuntos que atender ―contempló fijamente al guidario que miraba de un lado a otro, inspeccionando cada rincón de la casa―. ¿Quiere que le diga algo a mi esposo?
―¿Dónde están los criados?
―Los hice retirarse hace un par de semanas por temas administrativos, estoy sola en casa. ―dijo fríamente. Frunció el ceño e insistió nuevamente―. ¿Desea algo? Sino le agradecería que se fuera, es tarde y quisi…
―Quería informarle sobre la búsqueda de los fugitivos ―la interrumpió.
Arlene arqueó de nuevo una sola ceja. El jefe guidario seguía inspeccionando indiscretamente la habitación con la mirada, abstraído, algo que sin lugar a dudas empezaba a irritar a esa mujer.
―¿Y bien?
―Mañana haremos la última expedición, pero nos hallamos sin ninguna pista. No hay rastro de su hijo.
―Una lástima ―contestó con indiferencia.
Su frivolidad llamó la atención de Krauss y la miró fijamente, cara a cara, desafiante.
―Quisiera inspeccionar la casa en busca de algún indicio ―sonrió.
―Usted mismo ―contestó secamente.
Arlene le acompañaba todo el rato mientras registraba la casa entera, rincón a rincón. El joven miraba detalladamente el suelo, el tejado y las paredes, incluso detrás de los muebles, tocaba todos los ornamentos y rebuscaba dentro de los armarios. Pasó por todas las habitaciones, incluso los baños y la cocina. Nadie dijo nada.
Tardaron un buen rato hasta que hubo buscado en toda la primera planta. Krauss se acercó a las escaleras que conducían al segundo piso.
―Ahí arriba están los dormitorios, incluido el de su hijo, ¿no es así? ―empezó a subir sin esperar ninguna respuesta―. Le echaré un vistazo.
Abrió la puerta y observó la habitación. Era un cuarto bastante grande y a pesar de que su ocupante hacía ya bastante que había desaparecido los criados se habían molestado en mantenerlo limpio y ordenado. A primera vista el guidario creyó que encontraría lo mismo que en el resto, nada. No había nada de sospechoso en todo aquello, ni en la pared, ni en el armario, ni en la cama, ni en la ventana, ni en la lámpara, ni en la alfombra. ¡La alfombra! Había unas extrañas marcas negras de suciedad en ella. Krauss se agachó y examinó minuciosamente esas extrañas marcas… polvo. Allí habían arrastrado un mueble y no le costó de identificar cuál, el armario situado junto a la puerta.
―Si me permite ―dijo con un brillo de satisfacción en los ojos, estaba convencido.
Movió el armario a un lado mientras notaba como los ojos de Alrene se clavaban en su espalda.
Una vez hubo apartado el mueble analizó la pared de arriba a bajo mientras la palpaba. Dio unos golpecitos en la pared y entonces lo supo, el sonido del vacío. Habían hecho un trabajo brillante, debían haber pasado una buena capa de pintura para esconderlo pues era ahora imperceptible, pero sabía lo que buscaba y lo acababa de encontrar.
―Hágase a un lado, doña Liechenstein, podría resultar malherida.
Desenvainó lentamente su espada y examinó nuevamente la pared. Fue extremadamente fácil, dos cortes completamente limpios, uno vertical y otro horizontal, bastaron para que aquella falsa pared se viniera abajo mostrando una habitación oculta.
Miró de reojo a la aristócrata, la cual siguió completamente impasible. Krauss se acercó al agujero para ver los secretos que ocultaba aquella cámara. A pesar de que se lo había imaginado desde un primer momento no pudo evitar estremecerse ante aquella repugnante visión. Ante él se yacía el cuerpo del alcalde de Marlenia completamente deformado y descompuesto. Apartó rápidamente la mirada y se dirigió ahora hacia la principal responsable de todo aquello, Arlene. La mujer seguía observando al jefe guidario con indiferencia, sin decir nada.
―Ya está todo dicho, ¿no crees? ―Krauss se dio la vuelta y la señaló con la punta de la espada.― Arlene Liechenstein, quedas arrestada por homici…
―Supe desde un principio que tarde o temprano lo descubrirías ―interrumpió la mujer con serenidad―, pero, sinceramente, no esperaba que movieras ficha tan rápidamente. Te felicito ―concluyó.
―No hay muchos sitios en Marlenia en las que puedas esconder un cadáver sin dejar ni rastro ―miró a izquierda y derecha mientras seguía apuntando a Arlene con su arma―. Y veo que no me equivoqué al pensar que no hay un sitio más seguro para un aristócrata que su propia casa. Eras la principal sospechosa, deberías haber visto venir algo así ―sonrió orgulloso―. Una vez el zorro mete la nariz, pronto encuentra el modo de meter el cuerpo.
―Nunca me importó… ―la mujer levantó la cabeza y lo miró fijamente―. Algo tan fútil.
La hoja de una espada apareció por detrás de Krauss y se situó a escasos milímetros de su cuello. Justo antes de que el chico se percatara una voz resonó en la habitación con petulancia:
―¡Pues muchacho, creo que nosotros hemos metido hasta la cola!
Byron, el maestro de Sho. Fue un combate breve pero intenso. El jefe guidario tuvo suficientes reflejos como para interponer la vaina de su espada entre su cuello y el arma de su contrincante. El aristócrata golpeó con tal fuerza que de haber acertado le habría rebanado la cabeza sin más. En su lugar la funda se partió por la mitad haciéndose trizas.
Krauss saltó hacia atrás y arremetió contra Byron quien bloqueó el ataque. Sus espadas intercambiaron varios golpes, forcejaron, retrocedieron y sus armas volvieron a impactar. La armadura del guidario le restaba velocidad, y eso le daba cierta desventaja frente al noble, que se movía veloz y ferozmente con una amplia sonrisa de diversión en el rostro, era obvio que disfrutaba combatiendo.
Colisionaron una última vez, empujando con todas sus fuerzas para hacerse con la victoria. Dieron varias vueltas sobre sí mismos y finalmente Byron saltó hacia atrás, quedando así delante de Arlene.
―¡No lo haces nada mal, jefe guidario! ―bajó la guardia y envainó su espada―. La verdad es que fue una suerte que nos encontráramos antes, ¡y veo que hice bien en volver tan pronto como pude! ―se jactó.
Krauss respiraba ajetreadamente. Había trabajado duro durante todo el día y estaba claro que el otro espadachín se encontraba en mejores condiciones en aquel momento. Les dedicó una mirada de odio a ambos.
―No sé a qué estás jugando, pero esto lo pagaréis caro, ¡muy caro!
―¿Has terminado de vacilar?
―Deja de bufar ―intervino Arlene―. No nos das ningún miedo, creo que no lo mencioné antes porque llegó mi querido amigo, pero hemos tomado a tus padres como rehenes, nuestros hombres los siguen de incógnito durante todo el día. Si doy la orden, tus padres serán…
―¡Desgraciados! ―se aferró a su espada y se abalanzó sobre la mujer. Sin embargo el maestro se interpuso nuevamente, sus armas chocaron y Krauss volvió a recular, iracundo.
―¡Nononono! ¡Un paso más y tu mamaíta la diña, chiquito!
Ambos sonrieron por debajo de la nariz, orgullosos de haber acorralado al jefe guidario. Arlene se avanzó unos cuantos pasos y miró a Krauss altivamente, radiante por su victoria.
―Ahora no eres nada más que un títere en mis manos, fuiste muy ingenuo pensando que conseguirías subyugarme. ¡Márchate de aquí, fuera de mi vista! ―le ordenó―. Tendrás noticias mías muy pronto… como alcaldesa. Y pobre de ti que intentes algo extraño, o ya sabes a qué atenerte.
El joven, colérico, se dirigió lentamente hacia la puerta, mordiéndose la parte inferior del labio ante la impotencia que sentía. Pero antes de que cruzara la habitación Arlene habló nuevamente:
―Y ¡ah! Se me olvidaba, mañana no será la última expedición que hagáis en busca de los fugitivos. ¡Nunca daré por muertos a ese grupo hasta que los encuentre! ―Krauss no se giró, pero la mujer ya no tenía nada más que decirle, por lo que maliciosamente añadió―. Espero que termine de pasar un buen día, jefe guidario.
―¡Recuerdos a la familia! ―se mofó el otro.
Cuando por fin abandonó aquella casa ya era de noche. Empezó a andar hacia su casa, pero no tuvo suficiente valor, se dio la vuelta y se dirigió hacia el cuartel general. Quizá si esa noche le delegaba parte del trabajo más inmediato a Duncan podría, por lo menos, descansar un poco en su despacho. Mañana podría pensarlo con más detenimiento, pero de antemano ya sabía que estaba en un buen aprieto. O lo que era peor, no solo él.