Le había prometido que la llevaría a casa y ahí estaban, frente a los muros derruidos de Invernalia, un recuerdo pálido y desvaído de lo que antaño había sido, de lo que volvería a ser. Pequeñas motitas blancas revoloteaban a su alrededor, danzando, perdiéndose entre la débil luz de aquella mañana. El gris del cielo parecía pintar su emblema sobre ellos, presagio de nuevos tiempos. Las paredes, envilecidas y desgastadas, lucían negras, manchadas por el abrazo de las llamas, pero aún resistían, testigos de luchas y venganzas. Por encima de los muros, mudos recuerdos de gloria y esplendor, las hojas bailaban al son del viento, como sangre sobre nieve. Podía sentir los ojos rojos de los arcianos mirándole, tratando de atravesar su alma, con aquellas raíces retorcidas que desaparecían, escapando a los confines de la tierra.
Sí, estaban de regreso, aunque todo le parecía hostil, ajeno. Él no pertenecía ahí, al lejano norte, devastado y doblegado, casi olvidado. Pero su pequeña niña era la heredera, legítima señora de la ciudad de hielo, protectora del Norte y a él le correspondía ejercer su poder, su dominio sobre ella. El amanecer se había presentado ante ellos, un espectáculo de colores y luces que hundían el cielo con su resplandor, rojos, dorados, violetas, mezclándose, brillando sobre sus cabezas, pero sus ojos verdes estaban ausentes, tejiendo hilos, moviendo piezas, planeando el modo de lograr sus objetivos, pues estaba cerca, muy cerca de la jugada final, el movimiento definitivo que le otorgaría todo por lo que había estado jugando.
Sólo había tenido que esperar un año para poder continuar la partida; las fichas se habían eliminado solas, precipitando su propio destino, facilitándole su llegada triunfal; Invernalia sólo era un alto en su camino; se lo había prometido. El recuerdo de sus ojos oceánicos le arrebataba el aliento, ahogándose en ellos, perdido en su inmensidad. Era más de lo que decía, pero no se podía arriesgar, así que ambos fingían ser diferentes. Ella aún no podía reclamar su legado familiar y él... él tenía mucho que ocultar, muchos hilos que hilvanar para dar la puntada definitiva, la que terminaría con todo lo que, durante mucho tiempo, había construido.
Su figura se recortaba entre la neblina, esbelta y alta, hermosa, más hermosa que el tenue recuerdo que su memoria conservaba de su madre; más grácil, más inteligente. Dulce peligro, su sola sonrisa le hacía delirar, querer perderse entre sus labios, saborear su intimidad. Pero esperaría; ya conocía el gusto amargo del fracaso, pues lo había sentido sobre su piel, grabado a fuego en su pecho, marca de su deshonra, de su derrota, de su humillación.
En el Norte no quedaba nada, sólo un frío que dejaba escarcha sobre la piel, nieve y sangre. Aún se podía ver cómo el humo ascendía, rasgando el cielo, gris sobre blanco, aullando de dolor por todo lo que a su paso había perecido; las últimas familias se resguardaban entre sus muros, sin señores a quienes rendir vasallaje, pues de los Bolton nada se sabía. Más allá del Cuello las aguas se calmaban ya que él había intervenido sobre sus tierras mientras el Valle de Arryn seguía inaccesible, escarpado en la roca, protegido por la montaña misma; sus cosechas habían sido abundantes y generosas lo cual le había logrado una estratégica alianza con el Dominio. Los Lannister habían sido depuestos y Roca Casterly era todo lo que les quedaba, su bastión último, sin más poder fuera de sus murallas. Y Dorne seguía dorado y bello, todo arena y pasión; su jugada maestra, el movimiento que daría jaque mate a sus enemigos. En Desembarco la situación era crítica, con el trono vacío, sin rey, sin control. Cersei había caído y, con ella su familia. Sus dos hijos habían perdido los títulos y honores. Tommen se había refugiado, junto a su esposa, en Alto Jardín, como un huésped poco deseado al que debían mantener. Las tierras de la Tormenta estaban siendo conquistadas por un nuevo pretendiente al trono, cuya alianza política con Doran Martel le garantizaba ejércitos y apoyo en su reclamación. Como hijo de la princesa de Dorne y de Rhaegar su reclamo era el más justo y su súbita aparición había sido de vital importancia para lograr sus objetivos. Pronto llegaría a la capital y allí sería aclamado por todos y la Fe lo coronaría como Aegon VI, rey de los Ándalos, los Rhoynar y los Primeros Hombres, Señor de los Siete Reinos y Protector del Reino. Si era tal y como imaginaba muy pronto sabría que gracias a él los habitantes de Desembarco tenían comida; la cosecha había sido generosa en el Valle y, al no haber entrado en guerra había podido prescindir de unos cuantos aldeanos que había mandado a ayudar a recoger la siega en Alto Jardín y sus sacos de trigo, maíz y cebada abastecían los mercados de la capital, pagados con oro de los Tyrell, quienes querían también ganarse el favor del futuro monarca. Pero él llegaría primero y más lejos de lo que nadie jamás pensaría o alcanzase a sospechar. Su mente había esbozado toda clase de planes, perfilado y bosquejado ideas, alternativas, por si algo salía mal, tenía trazada una ruta de escape, un salvoconducto por si fracasaba, pero aquella vez lo iba a lograr, no caería, conseguiría aquello por lo que tanto había sacrificado, por lo que había luchado y sufrido. Y los días pasaban y su jugada maestra se acercaba, el movimiento final, mientras él hacía bailar por el tablero a sus peones a placer, los desplazaba a conveniencia, los despachaba sin contemplaciones, sin pena; no eran más que fichas dispuestas para él, para que jugase con ellas. Incluso ella, su pequeña muñeca, su impostora, su amante silenciosa de ojos de mar, no era más que una pieza, valiosa y única, pero a la que usaba para conquistar sus metas, sus objetivos, pero ya lo sabía, le había enseñado a jugar, a conseguir poder de la nada, a lograr sus propósitos con sonrisas y palabras, mentiras y Dorado del Rejo. Le había ayudado a subir más alto, a conseguir alianzas y aliados, a controlar a sus enemigos. Su dulzura se había ganado el cariño de Robert Arryn, al igual que la confianza de muchos súbditos y vasallos; era la reina del tablero, dorada y brillante, pero él era el único jugador en aquella partida contra la vida, por el poder, para ganar el Juego de Tronos.